Opinión

Unas ciertas herencias

Desde que éramos estudiantes de Derecho, se nos hizo reparar en el verdadero milagro y maravilla que era el hecho de que medio de la destrucción y la furia del mundo en sus últimos cincuenta años, permaneciese todavía lo que llamábamos Derecho, aunque no se nos podía asegurar que proseguiría en el mundo, pero sí que, si llegase a faltar, todo sería ruina y desolación, y el hombre volvería a la tribu. Y el Derecho, en efecto no había podido pudo evitar una guerra civil y dos guerras mundiales, y otros dos regímenes políticos sencillamente criminales, pero los sepultureros del viejo arte, literatura, y pensamiento, y del hombre mismo han pedido la eliminación o vaciamiento de ese Derecho de un modo «cuanto más prusiano y bolchevique, mejor», como gustaban decir los surrealistas y otros «istas», en su «tiempo» aunque ya sabían que eso era reingresar en un señorío ideológico mucho peor que el de la horca y el cuchillo de pasadas centurias.

Pero comprobamos, ahora, realmente que la herencia histórica de aquellos tiempos de acostumbramiento al horror ha sido realmente ominosa, todavía está ahí como un relente, y ha sido, para expresarlo débilmente, como una enfermedad de corrupción y destrucción de la mente y el alma, durante un largo periodo desde después del final de la Segunda Guerra mundial hasta ahora mismo; y ello ha sucedido como si la Historia de las ideas filosóficas nos hubiese permitido, a los unos y a los otros, presentarnos, para justificar los propios pensares y la propia acción, como los fieles descendientes de esas grandes filosofías luego vertidas en moldes ideológicos y en la práctica.

Nazismo y comunismo, o nacionalsocialismo y socialismo real, en efecto, han llenado las academias y las cátedras y han ilustrado desde los medios informativos, una y otra vez, las doctrinas y principescas figuras de sus supuestos resplandecientes antecesores intelectuales; pero en realidad sólo han hecho que salpicar con sangre los nombres de Heráclito y Lucrecio o Herder y Novalis, y los dos sistemas criminales han escupido sobre Hegel y tomado a Darwin como cuchillo de carnicero para originar una nueva especie de hombres que se auto-proclaman anti-humanistas: «nada es nada ni significa nada, meras palabras». Y mucho han ganado, de momento al menos.

Pero no es verdad que esos sistemas totalitarios hayan profesado otra idea ni práctica que las de organizar granjas humanas y explotarlas, aniquilando de antemano la mente y la sensibilidad, con un odio inmenso a la cultura humana. Y en otro tiempo, tras los triunfos de estos desastres, desde luego que las ideas de libertad y democracia tuvieron un peso filosófico y vivencial, y lograron una constitución jurídica tal que parecía que harían muy difícil un triunfo ulterior de los totalitarismos, pero lo cierto es que, ahora, existiría algo así como una cierta nostalgia de la granja y una incomprensible atracción del darwinismo científico de construcción física y mental de los nuevos hombres, y de integración de la muerte humana en el progreso del mundo, y la adoración de las masas.

Esta situación nuestra tiene algunos antecedentes en la Historia pero nunca se había dado que aquellas libertades fueran suplantadas no ya sin lucha, sino con el conformismo e incluso con el aplauso general. Las democracias, que son el sistema que permite al individuo ser el mismo parecen obligar en más de un lugar, ahora mismo, a integrarse en una masa gobernada por eslóganos tras haber destruido naturalmente la cultura centrada en torno a la vida humana y sustituyéndola por el detritus y la inhumanidad de los dos totalitarismos famosos y las basuras que ellos generaron.

No debieran dividirnos las viejas ideas y talantes que eran supuestos proyectos de salvación, y no queramos heredar nada de ellos, honestamente sólo podremos sentarnos ya en un asiento único, y para hablar a hombres individuales que buscan un bien común, porque todos sabemos que un modesto logro de libertad y justicia reales es una tarea inmensa y larga, y que ya no admite filigranas ideológicas.