Opinión

La delgada línea

Ahora que mi hijo de solo once años acaba de mirarme con desdén por no saber cómo descargar una estúpida aplicación de Instagram, no puedo evitar encaramarme a las vivencias de mi medio siglo largo y recordar aquellas jornadas de Olivetti en la revista Tiempo. El ruido del incesante teclear de unos y otros era una constante en la redacción, al igual que las palabras cruzadas de las diversas conversaciones telefónicas. Por aquel entonces los periodistas salíamos mucho más a la calle para buscar y contrastar, para hablar y escuchar, para mirar en los periódicos antiguos de las hemerotecas y para encontrar detalles en libros perdidos en los estantes de las bibliotecas señaladas.

No había internet, ni Whatssapp, ni redes, ni nada a lo que acceder a golpe de click. Los ordenadores empezaban a asomar la cabeza, no existían teléfonos móviles, y los faxes y los telex eran unos aparatos infernales que solo unos pocos sabían manejar. Las máquinas nos daban miedo entonces. Pensábamos que nos robarían el trabajo y no que nos lo facilitarían. Ahora que lo hacen y que no imaginamos nuestra vida sin ellas, empezamos a plantearnos lo que alguna vez soñó un escritor de ciencia ficción. ¿Las máquinas acabarán por robarnos el trabajo? ¿Y la capacidad para decidir? ¿Y los sentimientos? El despotismo ilustrado era cosa del siglo XVIII. Pero, ¿en el XXI también llegará el momento en el que se piense que solo unos pocos deben determinar lo que harán todos los demás? Y en el caso de que así sea, ese renovado «todo para el pueblo, pero sin el pueblo» ¿acabará por conseguir que las máquinas se parezcan tanto a los hombres y los hombres a las máquinas que termine por no percibirse esa delgada línea que nos separe