Opinión
No te vayas de Navarra
Sigo a diario los encierros. Me entusiasmó el meneo que le dedicó el público pamplonés al alcalde bilduterrra Auserón. «Terrorista» e «hijoputa», y las voces surgían de la sombra y el sol. Mi primer San Fermín se lo debo a los rusos. Trabajaba con Juan Garrigues Walker, el mejor de los Garrigues, que presidía una pequeña empresa de exportación con la URSS como único cliente. A Juan le daban los rusos las migajas, mientras los grandes negocios los cerraban con Ramón Mendoza y los March. Pero Juan era su mejor anfitrión en España. Así que Bogomolov, el primer embajador soviético, Ivanov, Nadolnik y Julio el chófer, decidieron conocer Pamplona en San Fermín, y Juan nos encargó a Antón Martiarena, donostiarra genial, y a quien escribe, que los acompañáramos. –Que no les falte de nada–. Sucedió que el que mandaba de verdad, Julio el chófer, que era el comisario de la KGB, canceló el viaje no sin advertirle al embajador que de seguir con esas frivolidades occidentales podía terminar pasando una larga temporada vendiendo pantalones quinquenales en los almacenes Gum. Y el embajador se la envainó. Pero Antón y el que firma ya estábamos instalados como príncipes en el Hotel de los Tres Reyes cuando supimos de nuestra libertad. San Fermín y sin rusos. Y lo celebramos en Las Pocholas.
Principios de los 80. En aquellos tiempos los visitantes respetábamos el blanco completo para los pamploneses y navarros. Ahora todos, naturales y visitantes, acuden a la plaza vestidos de blanco con la faja y la boina roja, y el espectáculo es estéticamente insuperable. Por otra parte, la evolución del respeto en la plaza a los toreros es digno de ser reconocido. Las fiestas de San Fermín, las del Toro –sí, Auserón y etarras de compañía–, es la fiesta por definición. Y los encierros, la culminación suprema.
Decidí correr. Antón, que me aventajaba en 16 años, no quiso acompañarme. Medí la Cuesta de Santo Domingo, el paso de Mercaderes con Estafeta, y me recorrí la calle Estafeta hasta los aledaños de la plaza. Decidí correr de tal modo que al sonar el chupinazo en los corrales de Santo Domingo, yo estaría ya a salvo amparado por un burladero de la plaza. Y así fue. No estoy orgulloso, pero la mentira no cabe en un texto navarro. Y menos aún cuando tres de mis nietos son más navarros que el Oriamendi.
Allí conocí a los Baleztena. Tradicionalistas puros y duros. Interminables. En su casa de la Plaza del Castillo me recibieron con los brazos abiertos a pesar de ser «liberal» y «juanista». La casa, un prodigio de reunión de la Historia del Carlismo, que bueno es reconocer que en estética, fue más brillante e impactante que el bando liberal. Y entre los Baleztena, Silvia, Silvita, rubia como la cerveza y simpatiquísima.
El padre de los trescientos Baleztena fue el autor del «uno de enero, dos de febrero, tres de marzo»... y todos sus hijos se educaron y crecieron en el tradicionalismo, el navarrismo y el amor a España. Y en uno de los balcones principales de la gran casa de los Baleztena, siempre lucían juntas y abrazadas la Bandera de Navarra con su escudo y su Laureada y la Bandera de España, símbolos que también exhiben en las fiestas patronales de Leiza para gozo y disfrute de los batasunos y bilduetarras.
Silvia Baleztena frisa los noventa. Sigue igual. Rubia, navarra, española y valiente. En la casa de los Baleztena se muestran sus banderas. Y habría que cantarle la jota navarra «No te vayas de Pamplona». Jamás, Silvia, te vayas de Navarra, flamencona, no te vayas de Pamplona, porque sin ti la capital de la lealtad tradicionalista perdería una de sus fundamentales referencias. Gracias a los rusos que no fueron, conocí a esta familia navarra carlista y leal.
Termino de enterarme del fallecimiento del Obispo José María Setién. Dedicarle una necrológica se me antoja exagerado. No la merece. Soy cristiano y rezaré por él como él no hizo jamás por las víctimas del terrorismo etarra. Que Dios le perdone.
✕
Accede a tu cuenta para comentar