Opinión

Culpar

Hoy, la culpa pasa de unas manos a otras como un balón en un juego de primates enloquecidos. Los culpables se hacen las víctimas, y se apresuran a soltar su culpa, lanzándola para que otros se hagan cargo de ella. Por lo general, sus propias víctimas. Durante largo tiempo –milenios, poca broma– en nuestra cultura se usó la culpa para amarrar a las personas, a la manera de esas bolas de presidiario que antaño aparecían en los chistes gráficos: encadenando con sólidos grilletes, arrastrando una esfera de hierro junto al tobillo que impedía avanzar, correr, escapar... Así actuaba la culpa, como una trabazón, una ligadura que conseguía estabular las vidas humanas. Pero ahora, la culpa se ha transformado en un objeto contundente con el cual noquear a los demás. Hemos mudado la «culpa» por el «culpar», como forma más expeditiva de eliminarla radicalmente.

Quienes no desean sentirse culpables, optan por culpar a los demás. Por arrojar a otros su propia culpa. Es un proceso que se observa en las relaciones personales, pero también en las políticas, e incluso en las penitenciarias. Hasta hemos podido ser testigos de incontables procesos en los cuales el asesino, terrorista, maltratador... culpa a su víctima por provocarlo, incitarlo al crimen. Le traspasa a la víctima su infracción, su negligencia, su maldad. Con la sencillez con que se realiza una transferencia bancaria. La facilidad con que viaja la culpa es prueba de que el signo de los tiempos la ha aligerado de gravedad. Ya no es la enojosa e incómoda culpa de antaño, cuyo lastre resultaba inalienable y privativo. Tanto, que permanecía durante toda la vida atado al pie «del culpable» cual bola penitenciaria. Lo que no impedía –por supuesto– que «el culpable» hiciera esto o aquello (poco o nada bueno), pues no podemos equiparar culpa y conciencia. La culpa no impide delinquir o hacer el mal, mientras que la conciencia, por lo menos, suele entorpecer en cierto modo la comisión de tales actividades. El caso es que, en estos días, la culpa ha dejado de pesar. Ha adquirido el don de la levedad. Y nadie se siente tan culpable como para no poder levantar su culpa con las manos y arrojársela a la cara al primero que pase. Como un mazazo mortal.