Opinión

Promesa

En el pasillo de la casa de Isabel y Antonio Mingote cuelga un dibujo de Edgar Neville. Dos figuras. La de una señora de abundantes carnes y ricos y aterciopelados peplos y la de un mendigo descalzo que exagera su estética limosnera. Y el texto, más o menos, dice así: «Señora de modélicas virtudes cristianas con su pobre favorito, que para cumplir una promesa de ella, acudirá a la procesión descalzo». Esta costumbre de las promesas no me ha gustado nunca. Hace años un grupo de incondicionales del «Barça» prometieron cubrir de rodillas la distancia que separa Barcelona de Montserrat si el equipo fundado por el suizo ganaba la Copa de Europa. La ganó. Y alivié mi disgusto pensando en esos cretinos dejándose la piel de las rodillas por cumplir con promesa tan estúpida. Hay otras promesas, siempre originadas por una enfermedad grave de un familiar o un amigo que merecen todo mi respeto.

Aquí, en la zona de Comillas, tan rebelde a los vaticinios meteorológicos –los satélites americanos no consideran fundamental la presencia de los Picos de Europa y se equivocan continuamente–, las promesas se hacen con la lluvia. Por ejemplo, la madre de la novia que se casa y promete a Santa Clara diez docenas de huevos si no llueve durante el festejo. O como es mi caso, que he prometido formalmente no bajar a la playa, a ninguna de ellas, durante cinco años si sobrevivía el osezno «Mozuco» de Liébana, que ha estado tan pachucho que se temió por su vida. Como soy muy bueno y ecologista, y a punto me hallo de ingresar en el ámbito de los veganos, me sometí al riesgo del sacrificio. «Prometo que si “Mozuco” supera sus fiebres, renunciaré a bajar a las playas en los próximos cinco veranos». He sabido de la notable mejoría de «Mozuco» y aquí estoy, acostumbrando a mi cuerpo a superar el síndrome de abstinencia playero.

He dejado alguna para mi familia, pero acabo de desprenderme de mis siete mejores sombrillas. Una de ellas inglesa, elegantísima, verde carruaje, de «Bosford & Cummings» de Norwich. Las sombrillas de «Bosford & Cummings» tienen un valor añadido. Pulsando suavemente un botón sito en la base, se abre un pequeño compartimento que guarda unas tijeritas para cortar las uñas de los pies. Es conocido en las playas el síndrome de las uñas largas. Se ve a los descuidados cómo doblan hacia dentro los dedos de los pies y los cubren de arena para que no se advierta su parecido con los percebes. Durante muchos años, han sido centenares los amigos que se han acercado hasta mi lugar para pedirme las tijeras de mi sombrilla, y reconozco que despedir a mi sombrilla de Norwich me ha costado aún más que el cumplimiento de mi anterior promesa. No ver películas de Bardem ni Penélope Cruz hasta que él aprenda a interpretar papeles que no sean de malo, y ella modere su tono de voz y sus desplantes de chacha de película de Ozores. Muy duro, pero llevo más de nueve años ayuno de sus artes interpretativas.

Con las sombrillas, he regalado las neveras y la cesta de la comida playera. Con el viento nordeste, en las playas del Cantábrico se puede degustar una tortilla de patatas muy especial. La tortilla de patatas o española – con o sin cebolla–, con arena. Es muy agradable y sabrosa, y los finos granos dorados de las playas norteñas se meten entre los dientes de los bañistas permaneciendo entre ellos hasta la tercera semana de noviembre. En mi sombrilla de «Bosford & Cummings» había asimismo un compartimento con palillos, pero inservibles. Eran palillos para desincrustar pedazos de rocas de los dientes de los bañistas ingleses, no dorados granos de arenas cantábricas.

Pero lo que más me duele y hiere es haber perdido el ambiente, las divertidas conversaciones playeras, esos diálogos chispeantes,–Hola, ¿Cuándo has venido? ¿Cuándo te vas? Hoy el agua está buenísima, lástima que no haya olas para la tabla, tu perro está persiguiendo a un niño, como está de estropeado Tutulis–..... Aquellas charlas que tanto han contribuido a mi formación intelectual.

Pero ante la enfermedad del osezno «Mozuco», todos los senderistas sostenibles, los ecologistas sostenibles, los amigos del lobo sostenibles, los amantes sostenibles de los osos y otros sostenibles que han venido por libres, las promesas se han multiplicado. Aunque la más dura ha sido la mía, y pienso cumplirla a rajatabla. ¡Cinco años sin playa!... ¡Ay, Virgen de Atocha!