Opinión

Contradicciones y oxímoros

Una enunciación constante que se da en el ámbito político y en el de los medios de comunicación públicos y privados, y es la de partidos constitucionalistas y no constitucionalistas, que por lo pronto viene a decir que tan constitucionalistas son unos como los otros, porque ¿cómo se puede ser anticonstitucionalista amparado por la Constitución? Parece que se está contando una adivinanza o jugando al corro y cantando que «por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas». U oyendo a don Salvador Dalí a quien que en plena guerra civil española le ofrecieron sus paisanos catalanes el cargo de ministro de Cultura en la Generalidad, y él contestó, desde luego, al ofrecimiento, diciendo que sin duda era un pintor surrealista, pero que sus invitantes estaban haciendo con sus políticas, un surrealismo mucho más perfecto. Y esta sensación de estar en un mundo de irracionalidad, o quizás de juego político supersofisticado es la que tiene un lego en estos asuntos en relación con el curso de la política española en general.

Esta política, en efecto, maneja un lenguaje estereotipado y vacío que no quiere decir nada, o por lo menos no hay posibilidad de saberlo, y en el que abundan las contradicciones y las paradojas –y quizás hasta los oxímoros, y los sinsentidos–; y así, los nombres de «gobierno o parlamento» de Navarra o de La Rioja y los de cualquier otra autonomía nos debe decir que estamos en el ámbito de la administración regional y, sin embargo, de tanto malnombrar la realidad legal parece que hay diecisiete parlamentos y diecisiete gobiernos para lo que tendría que haber diecisiete soberanías y diecisiete Estados, y a lo mejor los hay.

Así que se da la misma o parecida situación a la que, como decía, afirma que bajo una Constitución puede haber partidos no constitucionales y anticonstitucionales, que en la formulación de sus principios declaran que tratan de liquidarla. Pero estos partidos pueden pensar y hablar libremente contra la Constitución, pero sólo actuar dentro de la legalidad de ésta, lo que resulta algo perfectamente antitético; aunque los constitucionalistas siguen justificando esa situación, con una especie de oxímoro, como el de la noche luminosa, «mucho más que la alborada» y en nombre de la libertad de expresión, no se sabe si como una inútil exhibición de magnanimidad y de seguridad en el triunfo o milagro de la constitucionalidad, o como mero experimento de ese hecho de la anticonstitucionalidad en el seno constitucional. Porque también se afirma sin pensarlo mucho y con bastante riesgo que en la Constitución cabe todo, y hasta eliminando, graciosamente, el principio de contradicción. Y, así las cosas, el aspecto que se nos ofrece a quienes no estamos en el juego político ni en las sutilidades jurídico-políticas es el de que gentes totalmente opuestas, constitucionalistas y anticonstitucionalistas, van embarcadas en una misma nave y mantienen el más exquisito diálogo mientras se dirigen a puerto anticonstitucionalista, y los constitucionalistas parece que sólo pueden esperar que los anticonstitucionalistas no pueden desembarcar la nave en su puerto o casa, y con ellos a bordo, si no son una mayoría. Porque, si lo fueran, los propios constitucionalistas reconocerían una nueva nación levantada por las tolerancias, la legalidad y hasta los dineros de estos constitucionalistas..

Hay que decir, entonces, que el anticonstitucionalismo es protegido mientras no llegue a su territorio, algo que se piensa que no ocurrirá en virtud de la firme convicción de que los constitucionalistas siempre serán más. Es decir, algo parecido al viejo trabalenguas de «el cielo está enladrillado quien lo desenladrillará»: «España tiene una Constitución, ¿quién la desconstitucionalizará? El desconstitucionalizador que la desconstitucionalice acabará con las dos: la Constitución y España.

Aunque a lo mejor no sucede exactamente así, porque en tiempo de nihilismo es pura lógica incluido el Derecho a decidir lo que, a cada individuo o grupo le parezca, según el nihilismo, la religión atea del tiempo, confesada por quienes la proclaman y el consenso tácito de quienes no la proclaman.