Opinión

Mofeta de dragonera

Señor –por decirlo de una manera amable–, Picornell. Su Majestad me encarga que reciba su saludo y desea que tanto usted como su familia se encuentren bien. Y también me ordena que le transmita su nula intención de preguntarle por usted y por su familia personalmente. De un tiempo a esta parte, y aunque las cosas hayan cambiado mucho, el Rey, que siempre ha mostrado un acentuado interés por la naturaleza, ha decidido descansar de groserías. Y usted, su aspecto, su melena enemiga del champú, sus vaqueros, sus zapatillas y su aspecto general no se admitirían en ninguna nación del mundo para acudir a visitar al Rey, a su Jefe de Estado o a su Primer Ministro. En España, como somos cobardes y acomplejados lo hemos permitido, pero se ha alcanzado un nivel de mal gusto y violencia estética inadmisible. Es por ello, señor –por repetirlo de una manera amable–, Picornell, que el Rey de España no recibe a mofetas de la isla Dragonera. Por donde ha entrado, tiene la salida, Picornell.

La grosería textil es una cursilería progre perfectamente medida y pensada. Iglesias se viste de dueño de chiringuito en verano para visitar al Rey y se pone un «smoking» de rango portorriqueño para acudir a la farsa de los premios Goya. Las groserías no se improvisan. Es muy probable que el conjunto de elementos combinados por la supuesta mofeta de Dragonera para visitar al Rey sean notablemente más caros en el mercado que un simple traje gris, una camisa y una corbata. Picornell viste de pijimillonario, de pijiguay, de pijioyetía, como casi todos los jetas del entorno estalinista. Si al Jefe Supremo, Josef Stalin, le hubiera visitado un tipo vestido como Picornell, ordena fusilarlo ahí mismo, en su antedespacho. Los soviéticos siempre fueron muy mirados en las formas, el protocolo, y los fusilamientos.

Entiendo que ser el Rey, y en una sociedad como la española de hoy, es muy complicado. También lo es, o quizá más, no ser el Rey. La provocación diaria está alcanzando proporciones de epidemia. Tenemos un presidente que ha trabajado diez días –y muy mal–, y se marcha a Doñana a descansar veinte. Un Presidente del Gobierno sostenido por los traidores, un derrochador de queroseno, y un hortera. Su gran proyecto presidencial, destrucción de España aparte, es mover los huesos de Franco, y la gente en la calle ha dejado de reírse y empieza a referirse a él con desprecio. No está defendiendo ni al Rey, ni a la Constitución ni a España. Tenemos abierta permanentemente la puerta de la calumnia, siempre que la calumnia afecte a personajes cercanos a la ideología liberal conservadora. Obsesión enfermiza contra la Iglesia. Tenemos unas cadenas de televisión, consecuencias del sorayismo, repugnantes, con sus programas copados por una flatulenta caravana de opinantes fétidos. Tenemos a un forajido en Waterloo al que le estamos pagando la estancia. Tenemos jueces y magistrados honestos que no pueden permitirse el lujo de cenar tranquilamente en un restaurante de Cataluña, porque la cadena del terror y la amenaza, controlada por el forajido, funciona a la perfección. Tenemos un presidente del Gobierno que se sienta a negociar con Urkullu si es necesario indemnizar con 400.000 euros a los etarras que puedan demostrar haber sufrido malos tratos de las Fuerzas del Orden Público. Tenemos mil tumbas, muchas de ellas de niños asesinados en los cementerios. Tenemos a dos mandatarios políticos en España. El que va a los conciertos en avión y descansa veinte días cada diez que trabaja, y el que manda de verdad, Georges Soros, el multimillonario infectado de odio. Y no tenemos narices para decir que sin un principio de autoridad, todo se irá al carajo. Lo que está sucediendo con los taxis que paralizan la vida de nuestras grandes ciudades es vergonzoso. No pasa nada.

El principio de autoridad se inicia por el respeto. El Rey está obligado a la cortesía, pero no a colaborar con la grosería. Recibir a ese sucio elemento abre el camino a que el próximo imbécil acuda al Palacio Real de Madrid con traje de baño y una sombrilla. A esa gente no se le admite, como Tarradellas, que devolvió a su casa al tonto de Xirinachs por no acudir a una audiencia en la Generalidad correctamente vestido. En el fondo, el mensaje es éste: «Menuda porquería de Monarquía tenemos que vamos a saludar al Rey como unos cerdos, y encima nos sonríen y agradecen la visita».

Hoy no estoy positivo ni optimista.