Opinión
Hola, ¿qué tal?
«Ola que sube,/ ola brutal, / ola que arrasa/ ola normal,/ ola que pasa/, ¡Hola! ¿qué tal?». Lo escribió Enrique García Álvarez, sevillano y nada simpatizante de olas y playas en un Café de Santander mientras observaba a las bañistas saltando en la orilla. Todavía no era delito mirar a las bañistas y reconocerlo en público. Mucho talento el de don Enrique. Fallece su madre al desplomarse el ascensor de su casa sevillana. «No me queda más consuelo/ dentro de este gran dolor,/ que ver que has subido al cielo/ metida en un ascensor». Algo indolente: «Confieso con harto afán/ y sentimiento profundo,/ que soy el más holgazán/ que Dios ha puesto en el mundo». Se contaba que García Álvarez fue contratado por un importante industrial santanderino del mundo de la anchoa, para que escribiera unos versos a la mujer del industrial con motivo de las bodas de plata matrimoniales de la feliz pareja. Llamábase él don Prudencio Morales de Larrea, y no destacaba por su belleza y apostura masculina. El poeta, poco inspirado, nada inducido a la creación poética, entregó una breve composición que enfureció al industrial, y no sólo no cobró la cantidad acordada, sino que fue desalojado del hotel por impago. Decía el inoportuno poema: «No es tan feo como dicen/ don Prudencio Morales de Larrea;/ Su esposa, la señora de Morales.../ es más fea». Saltando hacia detrás, como en la yenka, retomamos el poemilla a las olas, que finaliza con la pregunta más peligrosa que se puede formular en el norte veraneante. «¿Qué tal?». No se les ocurra.
Las playas del norte están llenas de humanos y homínidos estivales que sólo bajan a las orillas con la esperanza de que algún conocido los salude de esta guisa. –Hombre Manolo– (también los hay que no se llaman Manolo), –¿Cuándo has venido? ¿Qué tal?–. En ese preciso instante, el formulador de la pregunta ha tirado por la borda, ora de babor, ora de estribor, una buena parte de su veraneo. El pelmazo modelo «¿Qué tal?» es como el congrio que se oculta entre las rocas, permite el paso de la infeliz lubina, e inmediatamente después de desearse los buenos días, el congrio se come a la lubina sin ningún tipo de miramiento. Un inocente ¿Qué tal? en la playa puede dar lugar a respuestas como la que sigue: –Sinceramente bien, pero no mucho más. Como sabes falleció en abril mi madre–; –lo siento, no lo sabía–; –nada, no te preocupes, pero siempre que se muere una madre y de repente, el escopetazo es brutal–; –¿cuántos años tenía?–; –103, pero estaba como una rosa. Impresionado por la muerte de Mamá, mi hermano Tololo, el que no era muy inteligente y dependía totalmente de ella, falleció de tristeza. Era tontito pero buenísimo. Y a consecuencia de la muerte de Tololo, quedé como único heredero de Mamá. Un desastre. Todo hipotecado, ni un euro en el banco, y todo por culpa de Tololo, al que Mamá no le negó ni un capricho. Y aquí me tienes, con 78 años, seis hijos, nueve nietos, con mi tercera mujer, y pasando todo el día en la playa para no gastar. Nos queda el pisito en El Sardinero–. –Es terrible lo que me cuentas. Yo te creía millonario–; –pues ya ves lo que pasa cuando se tiene una madre de 103 años y un hermano tonto con todos los poderes a su nombre–. –Te prometo que jamás volveré a preguntarte ¿qué tal?, Manolo–.
El ¿qué tal? playero, sea de orilla, de sombrilla, de carpa, de toldo o de sureño chiringo, es pregunta que hay que dejar bien guardada en casa con anterioridad a alcanzar las primeras arenas torturadoras. «¿Qué tal?», le pregunté cuando aún bajaba a la playa a una amiga mía que tomaba el sol desnuda en un rincón liberal de Oyambre. –¿Qué tal qué? Me repreguntó. Y cuando le iba a decir, –nada, olvídalo–, me dijo. –Quieres saber lo que pasó en la boda–; –¿qué boda?–; no te hagas el inocente–; –no sabía nada de esa boda–; –pues que el padre de la novia le arreó un puñetazo al padre del novio, y aquello terminó como el rosario de la aurora–; –¿Y por qué tu padre le pegó al padre de tu marido?–; –porque le dijeron a Papá que mi suegro había comentado que Papá pierde últimamente aceite–. Aquello se embrollaba por culpa del ¿qué tal? y me vi obligado a introducirme en la mar océana con un frío del carajo.
En las playas no se pregunta. El resultado es siempre negativo. Otro motivo para renunciar de esos lugares tan absurdos.
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