Opinión

Puritanos y justicieros

Este nuestro tiempo nietzscheano o del poder de decidir lo que a uno le da la gana, sin apoyo racional y sin referencia moral alguna, sencillamente, es también el tiempo, al menos en nuestra España, de la actuación de la mayor y más activa Orden de Caballería o de deshacer entuertos, o Congregación de Puritanos que velan por la pureza de la administración y de la política de Estado, región o municipio y del personal implicado en ellas. Y lo primero que hay que decir es que la Ginebra calvinista, la cofradía francesa de «Los devotos» el tiempo de «La letra escarlata» a novela puritana de Hawthorne, y los mismísimos sambenitos de la Inquisición, no son nada comparados con la infamia que cae sobre los políticos de este momento, acusados para el presente y el futuro.

En un régimen político como el nuestro, más de consenso político que una democracia verdadera, existe, una especie de acuerdo en aquella Orden de Caballería en entregar al público, como plato fuerte y ejemplo de alta ética, toda noticia acerca del descenso al más bajo rasero moral de los señores políticos, en medio de un mundo de virtud democrática que clama al cielo mucho más que la sangre de Abel, que no tenía partido.

Y, obviamente, al margen de los siglos mismos, el gran logro y el éxito públicos están siempre en que el hombre de hoy, al igual que en el de la última aldea medieval, lo pasa bien con las habladurías de solana y lavadero, aunque ahora se tengan en habitaciones suntuosas y con mobiliario de diseño, claro está, y experimenta el mismo gran placer al ver caer a alguien de un podio y hacerse moralmente añicos. Y se trata, desde luego, de una especie de radical instinto democrático de rasero por igual, que no es de hoy precisamente, ni mañana va a dejar de darse. Es decir, el instinto de justicia vengadoras que se daba por hecha en la gente que iba en gran número y como al mayor de los espectáculos a ver desfilar en el Cementerio de los Santos Inocentes, al final de la Edad Media, los entierros de los grandes de este mundo como una justicia de una clara igualdad.

Pero ¿qué haría la industria cultural sin estos trajines? Hace poco pudimos enterarnos, de que un señor importante, Lars Gyllensten, que fue Secretario de la Academia Sueca, y salió de allí dando un portazo, ha escrito un libro en el que de todos aquellos señores que conceden el Nobel se nos dice que el que no cojea del bazo cojea del espinazo; que algunos de ellos quieren hacer su carrerita, y otros quieren el Premio para sí mismos. Lo que es decir, algo muy normal, nada del otro jueves, y al fin y al cabo, son los habituales alifafes de la edad y la posición social, cuando desembocan en el público. Y ya Irving Wallace, en una novela y en un ensayo, nos había contado estas divertidas trapisondas del Nobel.

Lo curioso es que, en un mundo en que referirse a la moral resulta de lo más reaccionario y risible, si juzgamos luego por los papeles y los libros de denuncia profética de la inmoralidad, comprobamos su tumultuosa acogida, y diríamos que estamos en un universo angelical, como el de los famosos críticos del famoso collar de esmeraldas y turquesas que un supuesto amante regalaría a la reina Maria Antonieta aunque ni collar ni amante hayan aparecido doscientos años después de haberla cortado la cabeza.

La otra cara, civilizada y humana, al margen de la justicia que deba hacerse, sería la de los hijos de Noé que, cuando vieron a su padre embriagado y desnudo, marcharon de espaldas hacia él, y cubrieron su desnudez. Esta civilizadísima historia, una de tantas con las que antes se educaba a las gentes, tiene siglos, y las civilizaciones pasadas han querido por lo menos emularla; pero ya no estamos en esto, el asunto es ahora descubrir canallas como si los necesitáramos.