Opinión

Versos en la calle

A partir de octubre, muchos pasos de peatones de Madrid se llenaran de palabras, de versos escritos por los madrileños. Algunos ya han puesto el grito en el cielo ante la idea de ver la palabra en el suelo. Escribir la vida en las calles es una invitación a leerla, a compartirla, a pensarla y a entenderla. Que las palabras se abran bajo nuestros pies recuerda al camino de baldosas amarillas que seguía Dorothy en «El Mago de Oz». En Boston lo hicieron, intensificando la magia: escribieron versos en las calles que solo podían leerse en los días de lluvia; en cuanto el asfalto se secaba, la tinta se volvía invisible. No saber mirar más allá es una consecuencia de no leer. Hay que sacar la cultura a la calle y mostrar al mundo lo que se está perdiendo. Sembrar las calles de palabras se me antoja más apetecible que llenarlas de basura, mierdas de perro o chicles pegados. Las palabras resisten mejor el paso del tiempo, incluso la indiferencia, la ceguera y el desprecio de quien las mira. Lo único que debería preocuparnos es su calidad, que no sean intrusas, impostoras, falsas o tóxicas; exactamente lo mismo que con las personas. Que sean buenas, sin ponernos estupendos. Recuperando las palabras de Octavio Paz en «La casa de la presencia», el gusto y el juicio –las dos armas de la crítica– cambian con los años y aun con las horas: aborrecemos por la noche lo que amamos por la mañana. Bienvenidas sean las palabras convertidas en versos o en cualquier forma literaria, alfombrando las calles y acompañándonos allá donde vayamos. Puede ser el primer paso.