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Opinión
De naranja y plata
A la vieja y demolida plaza de Toros de San Sebastián, el Chofre, se accedía por unas pindias escaleras. El ruedo, gris oscuro, casi marengo, feo, como el actual de Bilbao. El Chofre olía a mar, a un paso del Paseo Nuevo, la playa de Gros, la Zurriola y la desembocadura del Urumea, con sus puentes románticos y monárquicos. Cerca de allí, vecino de la plaza de Oquendo, el Teatro Victoria Eugenia, el Hotel María Cristina, que en aquellos tiempos era el hotel taurino y torero durante la Semana Grande de San Sebastián. En el bar del «Cristina», finalizada la corrida, «El Caña», Sebastián Miranda, y Domingo Ortega tomando su primera copa, siempre a la espera del tonto de turno que les convidaba. «Ya llegó el gorrión de los gorrones», apuntaba Erostarbe, gran periodista del «Diario Vasco» dirigido por Juan Mari Peña. En el corredor decimonónico, comentando la tarde, el no va más taurino y ganadero de Madrid, Sevilla, Jerez y Salamanca. Del «Cristina» sale hacia la plaza, de naranja y plata, Antonio Ordóñez Araujo, el mejor torero que ha parido madre, el rondeño, hijo de Cayetano el Niño de la Palma, y hermano de Juan, Alfonso y Cayetano, que en ocasiones
-Juan, Juan de la Palma, casado con Paquita Rico-, le acompañaban de subalternos.
Aquella tarde, de naranja y plata, Antonio Ordóñez dejó dibujado sobre el soso ruedo del Chofre, el arte de torear. No fue una nota, un natural de frente aislado, un pase de pecho, un desplante, o previamente, una verónica, otra verónica rodilla en tierra o la revolera doble de su sierra rondeña. No. Lo que dejó fue una sinfonía, una obra maestra. Vista más de cincuenta años pasados, con un fondo de Séptima Sinfonía de Beethoven, emociona y pasma. El toreo, cuando pierde la emoción de la cercanía de la muerte, en toreo enlatado, pierde fuerza, porque está subordinado a un desenlace conocido. Pero la faena a su segundo toro –creo que de Atanasio- aún se mete, y muy hondamente, en la sensibilidad de quien ve esa vieja cinta con el tesoro grabado. Así, Vicente Zabala, Vicentón, bienvenidista irredento, en pie, con los ojos llenos de lágrimas y aplaudiendo la vuelta al ruedo del maestro. Al verlo desde abajo, el rondeño le preguntó con gestos. -¿Tú, aplaudiéndome a mí?-. Aquella tarde, Vicente Zabala me confesó que jamás había visto torear como lo hizo Antonio Ordóñez. Que ya lo decía el gran Antonio Bienvenida. –Nos supera a todos porque tiene majestad-.
Y de naranja y plata retornó al «Cristina» con su cuadrilla. Orson Welles aplaudía entusiasmado la entrada de su amigo Antonio, y anunciaba una muy posible borrachera donostiarra, aliviada por los manjares de La Nicolasa, Juanito Kojúa, Salduba, Chomin, Recondo o Ramonene. Era San Sebastián, en aquellos tiempos, un ejemplo de sabiduría taurina. Y la Semana Grande, lo era de verdad, porque allí se reunía lo más rumboso de toda España. El Bar Pepe, Resaca, El Tenis y las canciones vascas de los dipsómanos locales del «Errotatxo», que maltrataban el sueño de la mitad de Ondarreta y la otra mitad del Antiguo.
Antonio Ordóñez marchó al día siguiente hacia Bilbao, para pasar unos días con sus amigos de Neguri y Las Arenas antes de torear en la nueva plaza proyectada por su amigo Luis Gana. Los Villagodio, las Aguirre... El rondeño se sentía tan identificado con Neguri que era forofo del Athletic de Bilbao, todavía Atlético.
Bilbao mantiene su enorme peso taurino. El de San Sebastián, ha volado hasta Santander, si bien no pueden compararse la Semana de Santiago santanderina con la Grande donostiarra. Los tiempos mandan. Para el buen aficionado, las ferias del norte, eran irrenunciables. Pamplona, Santander, San Sebastián, Bilbao y Gijón. Pero llegó la especulación, y los Jardón aceptaron la oferta. El Chofre fue derruido, y su sustituto no tiene todavía categoría ni tradición para merecer la semejanza.
Hoy, 15 de agosto, Día de la Virgen, es el día grande de San Sebastián. Y también el de mi valle maravilloso de Ruiloba. Recupero mis ojos de niño, el balandro engalanado, las flores que felicitaban a mi madre, la playa de Ondarreta abarrotada y las subidas y bajadas de los funiculares de Igueldo desde la terraza de Zumalacárregui. Sin esconderse, la bahía mejor dibujada por Dios. Y por la tarde, de naranja y plata, la «Séptima» de Beethoven toreada por Antonio Ordóñez.
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