Opinión

Palos en las ruedas

Que la economía española se ha ralentizado no es algo susceptible de ser discutido: en el segundo trimestre de 2015, nuestro PIB se expandió a una tasa íntertrimestral del 0,85%; en el segundo de 2016, lo hizo al 0,78%; en el segundo de 2017, al 0,86%; y en el segundo de 2018, al 0,56%. Es decir, a diferencia de lo que sucedió durante los años anteriores, el PIB de 2018 ya ha experimentado una significativa desaceleración. La cuestión no es si la economía española ya se ha desacelerado, sino si va a seguir haciéndolo. Y, por desgracia, existen razones para temer que esta tendencia descendente continúe. Por un lado, el entorno global se está volviendo apreciablemente menos favorable para nuestro país: el precio del barril de petróleo Brent se ubica actualmente en 77 dólares (sustancialmente por encima del rango de 40-60 dólares registrado durante los ejercicios anteriores), el Banco Central Europeo ya ha señalizado su voluntad de endurecer progresivamente la política monetaria –y, por tanto, elevar los tipos de interés– y algunos países emergentes con los que España mantiene fuertes vínculos comerciales y financieros, como Argentina y Turquía, están expuestos a profundas crisis cambiarias. O dicho de otra forma, muchos de los vientos de cola, a los que el Banco de España atribuye dos tercios de nuestro crecimiento económico, están pasando a convertirse en vientos de cara: no impulsarán nuestra expansión, sino que la frenarán. Por otro lado, los indicadores adelantados de actividad que hemos ido conociendo durante las últimas semanas no resultan precisamente reconfortantes. Primero, la actividad del sector manufacturero y del sector servicios durante el mes de julio aumentó a un ritmo bastante menor que en junio: el PMI manufacturero adoptó un valor de 52,9 en julio frente al 53,4 de junio, y el PMI servicios cayó del 55,4 al 52,6. Segundo, el consumo también se está resintiendo: el Índice de Comercio Minorista se contrajo un 0,4% en julio, después de que ya hiciera lo propio en mayo, con una caída del 0,2%, y en junio, con una del 0,1%; además, el volumen de ventas en el sector de gran consumo (supermercados e hipermercados) se contrajo en junio por primera vez en los últimos cuatro años. Tercero, las exportaciones tampoco parece que vayan a tirar del carro de una demanda interna cada vez menos dinámica: durante el primer semestre del año, las ventas exteriores de bienes y servicios apenas se han expandido a un ritmo del 2,45%, frente al aumento del 9,8% que vivieron en el mismo período del año anterior. Y cuarto, en medio de este contexto cada vez menos ilusionante, la confianza de los agentes económicos comienza a resentirse: el índice de Confianza Económica, elaborado por la Comisión Europea, registró en agosto su nivel más bajo en año y medio, motivado sobre todo por el descenso de la confianza de los consumidores, del sector servicios y de la industria. En definitiva, la imagen que están dibujando todos estos indicadores es el de una economía que, si bien sigue creciendo, lo hace con bastante menos vigor que en años anteriores. La causa última de este parón no cabe buscarla, de momento, en el mero recambio de Gobierno: que nuestra economía corría el riesgo de desacelerarse seriamente en cuanto la coyuntura global dejara de acompañar es algo que algunos venimos repitiendo desde hace años. Ahora bien, lo que sí es enteramente atribuible al Ejecutivo de Pedro Sánchez es que esté adoptando una agenda contrarreformista que sólo sirve para colocar palos en la rueda del (cada vez menos intenso) crecimiento: a saber, las subidas de impuestos a las rentas altas ahuyentarán al personal cualificado; el incremento tributario a las rentas del capital y a las sicav dificultará la atracción de capitales; la subida del Impuesto sobre Sociedades alejará la inversión empresarial; las subidas de cotizaciones a los autónomos desincentivarán la actividad de este colectivo; y la derogación parcial de la reforma laboral dificultará la contratación. En medio de una coyuntura en la que nuestro crecimiento se frena, no deberíamos estar adoptando políticas que pueden terminar propinándole la puntilla, sino más bien las contrarias: menores impuestos, menor gasto público y más flexibilidad regulatoria. Que Podemos, una formación política que medra electoralmente en medio de las crisis y del empobrecimiento generalizado, promueva políticas anticrecimiento puede resultar hasta maquiavélicamente comprensible; que el PSOE, encabezando un gobierno frágil y provisional, busque enterrar la recuperación ya se antoja mucho más torpe y desnortado.