Opinión

Natalia y Raúl

En el instante que pierdes a la persona que llevas amando toda una vida, sabes que has empezado a perderte a ti mismo sin remisión, probablemente, para siempre. Ese sentimiento de vacío toma forma de agujero negro que se asienta en tu cabeza, en tu estómago, en tu corazón, y muda en un nudo gordiano que no hay manera de deshacer ni cortándolo con la espada, como hiciera Alejandro Magno tras conquistar Frigia. Pero hay que desatarlo. Cada uno lo suelta como puede, es como el vómito de un malestar que te está matando por dentro y que hasta que lo echas fuera, te sientes morir. Unos lo sueltan con lágrimas, otros con silencios y algunos con palabras escritas negro sobre blanco. Solo cuando lo expulsas, puedes comenzar a respirar.

Hace unas día falleció Natalia Ferraccioli, la compañera de vida de mi amigo, maestro y ser excepcional, Raúl del Pozo. Raúl lleva siete días aprendiendo a respirar de nuevo, siete días de apnea, de ahogo, de asfixia sobrevenida tras un tiempo de espera conteniendo la respiración. Volver a la vida tras una pérdida es como un parto, te tienen que enseñar a respirar para hacer más llevadero el dolor. No hay experiencia anterior que valga, como si también hubieras perdido la memoria, aunque sea lo único que te queda. Como un neonato al que acaban de cortarle el cordón umbilical que le unía a la persona que le daba la vida.

Las pérdidas tienen la curiosa facultad de igualarnos, de hermanarnos, de acercarnos. Una cercanía que duele, como el respirar en mitad del vacío. Descanse en paz, Natalia. Y descansa tú también, Raúl, aunque no sepas cómo.