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Opinión
Los contratos son ley privada, la convergencia de la voluntad de dos partes acerca de los derechos y obligaciones que cada una de ellas asume. En otras palabras, los contratos sirven para regular y clarificar los términos de una interacción privada. Si la ley es ambigua en algún aspecto, deberían poder ser las partes las que clarificaran las aristas de semejante ambigüedad. Si acudimos al artículo 29 del Real Decreto Legislativo 1/1993, de 24 de septiembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados podremos leer que «será sujeto pasivo –del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados– el adquirente del bien o derecho y, en su defecto, las personas que insten o soliciten los documentos notariales, o aquellos en cuyo interés se expidan». ¿Quiénes son las personas en cuyo interés se expiden los documentos notariales vinculados al otorgamiento de una hipoteca? No está claro. En un préstamo hipotecario, tanto el prestamista (el banco) como el prestatario (el hipotecado) están potencialmente interesado en levantar escritura pública ante notario para, de esa forma, constatar la existencia de tan importante contrato bilateral. Por consiguiente, meramente apelando al interés de una de las partes no se resuelve el significado del mandato legal. En este sentido, el reglamento que desarrolla el contenido de este tributo especifica que el interesado que devendrá sujeto pasivo es el hipotecado, no el banco. Obviamente, uno puede considerar que esta aclaración efectuada reglamentariamente por el Ejecutivo no resuelve la cuestión de un modo adecuado, pero incluso en ese caso habría que atender en última instancia a lo que ambas partes –prestamista y prestatario– suscriben a la hora de firmar el contrato hipotecario. Y si ambas partes acuerdan que sea el hipotecado quien se haga cargo del Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados, entonces la polémica debería terminar ahí. Roma locuta, causa finita. Pero no, al parecer, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo considera que los contratos, documentos en los que se manifiesta la voluntad de las partes, no valen y que, por el contrario, ha de primar su interpretación sobre cuál es el espíritu de la ley y la naturaleza profunda de la transacción.
Por eso, en una primera sentencia, ulteriormente suspendida a la espera de revisión por parte del pleno, el Supremo dictaminó que el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados le corresponde pagarlo a la entidad financiera que otorga la hipoteca. Semejante reinterpretación no resulta especialmente problemática para los nuevos préstamos hipotecarios, pues bastará con que la banca reformule sus condiciones y las adapte al nuevo marco regulatorio (que es justamente lo que todas las entidades empezaron a hacer este viernes por la mañana). Sucede distinto con la eficacia retroactiva de la sentencia. Ahí sí se produce una mutación de los términos del contrato que perjudica, sin capacidad de reacción, a una de las partes. En lugar de reinventarse retroactivamente la ley pública, más valdría que el Tribunal Supremo atendiera al contenido de la ley privada, esto es, a los contratos.
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