Opinión

El cambio de hora

Recuerdo que, cuando era adolescente y se cambió la hora, se tenía mucho cuidado en concretar si la hora de que se hablaba era oficial o del gobierno, o solar o del sol, fijada, en la secular cultura agraria, dividiendo en partes la secuencia día-noche. O, al menos, levantándose y acostándose cuando las gallinas, y el canto del gallo podía hacer de despertador, salvo que, si por alguna razón cantase antes de la aurora, ello se consideraba de muy mal agüero, y ya se sabe que quien suministra malas noticias, o incluso malos augurios, es como si fuera el responsable de que ocurran, y el gallo debía pagar con su vida ese canto a destiempo.

Pero el caso erra que los degolladores del gallo del canto inoportuno o a deshora, en mitad de la noche, si en los días siguientes no había ocurrido nada de lo terrible que se imaginaban, preguntaban con afecto por los espantosos fantasmas hamletianos que habría visto el pobre gallo para cantar en plena noche antes de la aurora. De manera que era muy filosófico este asunto, exactamente como lo eran los comentarios que se hicieron al cambio de horario, en el que se veía –y con sus razones– una especie de invasión del Estado en el orden natural, o por lo menos en la muy humanizada historia del pasado. Y no sería así, pero lo parecía, y levantaba la suspicacia de que el Estado se metiera donde nadie le llamaba, y ya se le veía por lo menos, asomando por las bardas de nuestro jardín.

Históricamente esta aprensión y voluntad de resistencia se había expresado en locuciones como «Dios y mi derecho» o «en los seis de pies de mi yo, ni Canciller ni nadie», y «gente independiente» llamaba Haldör Lasnex a la de aquella vieja cultura agraria, pero hoy, ciertamente no hay pueblo en que la autoridad o el consenso municipal y del vecindario no haya cambiado la fiesta patronal quizás en razón de una mejor climatología, o por mero capricho, porque todo esto lleva camino de hacerse, con el decidido propósito de apropiación de la Historia, cambiando el recuerdo del pasado para determinar el presente y el futuro sobre esa falsificación, perversa o inane, que lo borre. Por ejemplo, cambiando el recuerdo apesadumbrado de nuestros muertos por Hallowen. Es decir por una calabaza hueca con una vela dentro, como nos deja nuestras cabezas.

Cuando el horario solar se adelantó otra hora, la gente decía, infaliblemente, que eran las ocho, que eran las siete que eran la seis, como se podía comprobar muy bien por la inclinación de la luz del sol, y quizás tengamos que volver a las viejas artes de lo que nos dicen el sol o las estrellas, porque habrá otro cambio de hora, pero ya no tendrán nada que decir la experiencia de los romanos, los monjes, el gallo y las gallinas, sino que serán razones económicas superiores.

O sea que se tendrá que madrugar como los antiguos romanos, que a medio día acababan ya la jornada de los asuntos públicos, pero esto no quiere decir que, vayamos a imitar una antigualla así, sino que los horarios se harán más productivos, dejando un tiempo para que las gentes se instruyan con la televisión, y puedan elegir la marca del coche y el hotel de playa al que irán, en las próximas vacaciones de verano, y todo quede progresado.

Según el señor Fukuyama y otros pensadores, la Historia ha llegado a su culminación y el hombre a su plenitud, y la única tarea que resta es lograr que quienes no tienen nuestras libertades de elección y consenso las tengan. Aunque Ernst Bloch se permitía añadir que, en su día, también la empresa donde habíamos trabajado enviaría una corona de flores o el jefe de nuestro partido alabaría nuestra fidelidad.

Así que el horario no va a ser ningún problema, y, como nosotros no somos expertos, nos tendremos que acostumbrar a lo que nos digan, como de ordinario.