Opinión

Un marco empresarial demasiado rígido

La clave de la prosperidad de una economía reside en su capacidad para generar riqueza, esto es, en su capacidad para aunar el conjunto de recursos de una sociedad (trabajadores, energía o materias primas) y dirigirlos hacia la producción de bienes que sean útiles a la hora de satisfacer las necesidades de los seres humanos. Es este proceso de transformación de «materia» en «bienes económicos» lo que explica nuestro nivel de desarrollo y nuestros estándares vitales. ¿Y quiénes son las organizaciones protagonistas de ese proceso de transformación y, en consecuencia, de elevar los estándares de vida dentro de nuestras sociedades? Las empresas. Las empresas son planes de negocio acerca de la organización de los factores productivos cuyo objetivo final es el de fabricar bienes que resuelvan los problemas de los ciudadanos. Es decir, se dedican a producir alimentos, vestimenta, viviendas, electricidad, vehículos, medios de comunicación u ocio.

Cuantos más bienes de mejor calidad produzcan, más rica se va volviendo una sociedad. Por consiguiente, podemos decir que nuestro bienestar depende de la disponibilidad de bienes económicos, que nuestra disponibilidad de bienes económicos depende de nuestra capacidad fabricar esos bienes económicos a partir de los recursos de los que disponemos y, finalmente, que nuestra capacidad para transformar recursos en bienes depende, en gran medida, de nuestro tejido empresarial. Por eso resulta tan importante para la prosperidad económica de un país el contar con un entorno empresarial flexible, dinámico y libre. Uno donde crear empresas y administrar empresas sea sencillo y asequible para cualquier ciudadano. En este sentido, uno de los indicadores más comúnmente utilizados para medir el grado de laxitud regulatoria hacia las empresas es el índice «Doing Business», elaborado anualmente por el Banco Mundial. Y, en su edición correspondiente al año 2019, España ha recibido dos noticias al respecto: una buena y una mala.

La buena noticia es que hemos mejorado ligeramente nuestra puntuación con respecto al año anterior. Mientras que en el ranking previo obtuvimos un 77,61 sobre 100, en éste hemos cosechado un 77,68. La mayoría de rúbricas han aumentado en flexibilidad –facilidad de apertura de negocios, manejo de permisos de construcción, obtención de electricidad, carga impositiva y rapidez de resolución de los procesos de insolvencia– y las restantes al menos no han empeorado –registro de propiedad, obtención de crédito, protección de minoristas, comercio transfronterizo y cumplimiento de contratos–. En otras palabras, el marco institucional para las empresas en España ha mejorado en términos absolutos a lo largo del último año. No lo ha hecho demasiado, pero desde luego no ha empeorado.

La mala noticia es que otros países han mejorado bastante más que nosotros. Mientras que el año pasado éramos la vigésimo octava economía mundial con mayores facilidades para hacer negocios, en el presente ejercicio hemos retrocedido a la trigésima posición. De hecho, nuestro país se encuentra por debajo de la puntuación media dentro de la OCDE y muy lejos de los resultados obtenidos por Nueva Zelanda, el primer país del ranking. Allí, por ejemplo, basta con un día y un procedimiento para constituir una empresa, mientras que nuestro país consume casi 13 días y siete procedimientos en hacerlo. Por tanto, nuestro atractivo relativo para atraer flujos de inversión globales sí ha disminuido. En suma, España debe continuar avanzando en liberalizar su economía para volverla más amigable hacia las empresas y, por tanto, hacia la generación de riqueza. Por desgracia, el programa de gobierno de PSOE-Podemos apunta justo en la dirección opuesta.

Sánchez quiere engañar a los autónomos

El presidente del Gobierno está obsesionado con disparar las cotizaciones sociales de los trabajadores autónomos y, para ello, no duda en utilizar cuantas argucias se hallen en su mano. La última ha sido prometer a este colectivo de profesionales que, si aceptan que el Ejecutivo les incremente sus cuotas a la Seguridad Social, terminarán cobrando pensiones más dignas que las actuales. Pero, como digo, se trata de una falsedad. Todos los políticos saben –también Sánchez– que las pensiones públicas van a sufrir un profundo tijeretazo durante las próximas décadas, de modo que nadie –tampoco los autónomos– van a acceder a pensiones relativamente mejores que las actuales, por mucho que sus cotizaciones aumenten.

Se trata, pues, de una estafa: obligar a los trabajadores por cuenta propia a pagar más para, en última instancia, terminar cobrando menos.

Mal plan de empleo juvenil
El paro juvenil en España tiene dos causas muy claras. Por un lado, los altos salarios mínimos, que dificultan la creación de nuevos empleos entre los ciudadanos con una menor productividad de partida (jóvenes); por otro, la dualidad de nuestro mercado laboral, que hiperprotege a los trabajadores indefinidos y desprotege a los nuevos entrantes (jóvenes). Cualquier gobierno preocupado por el desempleo juvenil debería tratar de solucionar esos dos problemas, pero el PSOE no lo está haciendo. ¿Qué receta se les ha ocurrido de momento a los socialistas? Aprobar un «estatuto del becario» y contratar a 3.000 orientadores. Medidas del todo ineficaces que sólo soslayan los auténticos obstáculos a los que se enfrentan los jóvenes parados.

Test de estrés poco creíbles
La Autoridad Bancaria Europea (EBA) acaba de publicar sus cuartos test de estrés y el resultado parece satisfactorio para España. Todos nuestros bancos los superan, incluso en el escenario más adverso considerado. Sucede que, como suele ser habitual en estos test de estrés, la EBA no tiene en cuenta los riesgos reales a los que ahora mismo se expone la banca continental. En particular, el gran riesgo que haría tambalear la solvencia de nuestras entidades financieras es que se reproduzca otra crisis de deuda soberana que dispare los tipos de interés de gobiernos como el español o el italiano. Y, en este sentido, el peor escenario que ha tomado en consideración la EBA ha sido la de una prima de riesgo de 220 puntos básicos para países como Italia, cuando ahora mismo ya superan los 300. Nuestra banca no debería dormirse en los laureles de la autocomplacencia por estos test de estrés poco creíbles.