Opinión

Pacifismo

Que no os engañen: la guerra no es otra cosa que un permiso institucional para que los humanos se maten por las calles. De ahí la grandísima responsabilidad que depositamos en aquellos a quienes ponemos en lo más alto de las instituciones para evitar escrupulosamente esos escenarios.

Estaría bien que no perdiéramos de vista estas diáfanas premisas de cara a la gran controversia que, por parte de algunos interesados, se va a intentar promover en los próximos meses. Mientras dure el juicio contra nuestros golpistas posmodernos se va a argumentar e intentar convencer de que en sus planes no había ninguna intención de violencia. Entonces ¿a qué ha venido toda esta frecuente escenificación tétrica de antorchas y estrategias del miedo en sus desfiles? ¿Acaso no hemos visto coches de policía destrozados por esos supuestos pacifistas y no ha habido que negociar devolución de armas?

La función de la policía en una democracia de paz y libertad es precisamente evitar que la gente se mate por las calles. Cualquiera que en un momento de error y locura haya intentado obstaculizar esa función debe asumir que ha estado abriendo el camino a la violencia y pagar por ello. Por supuesto, como simple columnista, no se me ocurriría arrogarme las facultades de decir cuál ha de ser el precio a pagar. Pero lo que está claro en todo el mundo civilizado es que no puede ser menor. En el próximo siglo, vamos a tener que acostumbrarnos a saber tratar intelectual y moralmente a esa violencia posmoderna, porque su gran peligro es que acabe siendo la vieja violencia de siempre, envuelta en palabrería de oportunistas aprovechados. No será la primera vez en que el pacifismo se use como excusa para la hipocresía. Pero la paz siempre debe ir acompañada de la libertad, al igual que la democracia ha de ir con la ley, las votaciones han de ser indisolubles de las garantías de limpieza necesarias y la representatividad política viajar soldada a la igualdad de derechos individuales. En caso contrario, el pacifismo es mera excusa, puro disimulo de intenciones. La magnánima función de la democracia ha de ser tener clemencia con los errores y las locuras de los humanos, pero en ningún modo dejarlos impunes.