Opinión

Antifaz

Hay algo en común entre todos aquellos que últimamente han intentado imponernos sus conductas al resto del público: ninguno de ellos actúa a cara descubierta. Sean los de Alsasua, los «grafitteros» del metro, los asaltantes de parlamentos regionales o los cortadores de carreteras por paro de trocito de país, todos gustan de usar capucha y enmascararse. Como el Ku Klux Klan.

Enmascararse es perder la cara, renunciar a aquello que nos hace más humanos e individuales; nuestro semblante irrepetible. Una vez perdida esa condición humana e individual de la faz, ya podemos hacer cosas inhumanas y dejarnos llevar por nuestros más bajos instintos. Por esas razones, es tan frecuente el uso de máscaras y capuchas entre los aficionados a las relaciones sexuales sadomasoquistas; las estadísticas lo tienen bien enmarcado. En mi juventud, hicimos muchas risas a costa de esa relación entre máscara y sadomaso. Había un héroe de tebeo de la generación anterior (el guerrero del antifaz) del cual comentábamos con sorna el sospechoso papel que (dada la complexión y los leotardos con los que solían dibujarlo) podría desempeñar en un violento lupanar. Yo entiendo que pueda emocionar a los chiquillos la perspectiva de disfrazarse de romántico bandolero, pero harían bien en no perder de vista los mayores esa faceta de desequilibrio sexual que transporta la máscara.

Sobre todo, porque ahora llega la moda «antifa» que va a consistir, según parece, en acciones preventivas destinadas a negar a los fascistas la oportunidad de promover políticas opresivas. Pero ¿quién diagnosticará lo que es un fascista o lo que promueve dinámicas opresivas? ¿Lo decidirá un sonado con máscara? Además, «antifa» y «antifaz» se parecen mucho en nuestro idioma y, con el bajo nivel gramatical que ha sembrado la LOGSE, la confusión en los cerebros más tiernos va a ser segura.

La verdadera lucha contra el fascismo cotidiano no necesita ni emocionantes máscaras, ni grupitos, ni camarillas, ni comandos cutres de banderola y spray. Es algo mucho más prosaico: se trata de entender la libertad del otro y defenderla escrupulosamente.