Opinión

36 años de la visita de Juan Pablo II

Se está cumpliendo en este mes de noviembre el 36 aniversario de la primera visita de Juan Pablo II a España. Ni podemos, ni debemos olvidarla. Vino como «Testigo de esperanza», fue una corriente de aire fresco, germinó una nueva primavera, un renacer a una esperanza viva para la Iglesia en España, y para la sociedad española, y un abrir sendas de futuro que siguen abiertas. Supuso, sin duda, para los católicos españoles un antes y un después. Su viaje tuvo un «carácter exclusivamente religioso­ pastoral por encima de propósitos políticos o de parte». La ocasión era rendir homenaje a la «gran santa española y universal», Teresa de Jesús, en el IV centenario de su muerte. Nada más pisar y besar tierra española, en el Aeropuerto de Barajas, al saludarnos por primera vez, dijo: «Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica, atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes... Esa historia, a pesar de las lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro». El Papa no ignoraba las tensiones, «a veces desembocadas en choques abiertos, que se han producido en el seno de nuestra sociedad», ni le era desconocida la realidad de una muy valiosa transición social y política en la que nos hallábamos insertos, en aquellos momentos, como tampoco ignoraba ni se le ocultaba el fuerte proceso secularizador y de profundo cambio cultural al que nos arrastraba el momento. Por eso, allí mismo, nada más llegar, dijo aquellas palabras como la clave de su dilatado pontificado sobre todo, en su último viaje a España en el que nos dejó aquel como «su testamento» para nosotros: «España evangelizada, España evangelizadora, ése es el camino. No descuidéis nunca esa misión que hizo noble a vuestro País en el pasado y es el reto intrépido para el futuro».

No podemos olvidar hoy, aquellas palabras suyas tan vibrantes nada más pisar tierra en Barajas: «Es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí la fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras». No pueden ser más actuales ni más verdaderas, ni puede haber mejor programa para nosotros, hoy, en España. Días después de su llegada en Toledo, glosaba esto mismo con estas palabras: «No se trata de amoldar el Evangelio a la sabiduría del mundo. ¡Sólo Cristo! Lo proclamamos agradecidos y maravillados. En Él está ya la plenitud de lo que Dios ha preparado a los que le aman. Es el anuncio que la Iglesia confía a todos los que están llamados a proclamar, celebrar, comunicar y vivir el Amor infinito de la Sabiduría divina. Es ésta la ciencia sublime que preserva el sabor de la sal para que no se vuelva insípida, que alimenta la luz de la lámpara para que alumbre lo más profundo del corazón humano y guíe sus secretas aspiraciones, sus búsquedas y sus esperanzas».

¿A quién no le evocan estas palabras aquellas otras del comienzo de su pontificado: «¡No tengáis miedo! Abrid de par en par las puertas a Cristo». Como buen y gran sucesor en la Sede apostólica, sus palabras nos recuerdan las mismas de Pedro ante el paralítico a la puerta del templo: la única riqueza, Jesucristo.

También tuvo un encuentro inolvidable en el que alentó en el ministerio episcopal, que definió como «ministerio diaconal», a seguir las directrices del Vaticano II. Subrayó especial el servicio a la unidad, «esa unidad profunda os permitirá intensificar la utilización conjunta de fuerzas, que exige la buena marcha de la Iglesias locales, para que éstas, sin dejar de preocuparse por su problemática propia, nunca se cierren sobre sí mismas ni pierdan la perspectiva universal de la Iglesia». Nos insistía en la colaboración que los obispos habían de tener en la transición sociocultural de grandes dimensiones que atravesábamos entonces y busca de nuevos caminos de progreso. Concluía el encuentro con “una fuerte llamada a la esperanza que quiere ser mi primer mensaje a la Iglesia en España; textualmente dijo: «A pesar de los claroscuros, de las sombras y altibajos del momento presente, Tengo confianza y espero mucho de la Iglesia en España. Confío en vosotros».