Opinión

Malas compañías

En otra ocasión cité la famosa frase de Ortega y Gasset en la que identifica una nación como un «proyecto sugestivo de vida en común», idea que en este minuto dista mucho de ser una realidad. Pero lo crítico de verdad no se produce cuando se da esta ausencia de un proyecto sugestivo en común, sino cuando ni tan siquiera concurre un anhelo colectivo en su búsqueda. La negación de la definición orteguiana se refleja tal cual en el proceso independentista catalán, mas en mi opinión, resultando un gran problema, no es el problema.

Este radica en la ausencia de proyectos comunes en todos y cada uno de los distintos elementos que componen la sociedad, esencialmente en su faceta política. Esta ausencia de proyecto común se manifiesta en todos y cada uno de los partidos políticos en nuestro país, pero no solo entre los mismos, sino entre sus propias filas. Esta realidad se puede predicar de muchas instituciones, organizaciones, y en general, en gran parte de la sociedad española, la cual asiste atónita a esta fragmentación de intereses y termina asumiendo la descomposición y la ausencia de pulsiones comunes como algo natural, haciendo bueno aquel dicho popular que reza: «Aquí cada uno va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío». En este escenario resulta dramático que algunos intenten dinamitar los resultados de un momento histórico como fue la transición política de 1976, en el que todos abandonaron lo suyo para cimentar precisamente el proyecto común más sugestivo y exitoso de la historia moderna de España. Por si esto fuera poco, algunos responsables políticos, más responsables por el poder que ostentan que por el ejercicio del mismo, asumen con suma simpatía como algunos intentan dinamitar el sistema, generando mayores complicidades con estos irresponsables antisistema que con otros, so pretexto de la natural adversidad política que tan bien saben superar en Alemania. Leer la obra shakespeariana «El Rey Lear» resultaría de sumo interés como buen ejemplo de lo fatal que resulta no elegir bien las compañías, en el caso, las herederas del reino. Como dice el autor, «la estupidez del mundo es tan superlativa que, cuando nos aquejan las desgracias, normalmente producto de nuestros excesos, echamos la culpa al sol, la luna y las estrellas».