
La situación
Odiar al oponente
«Trump, en un elogiable ejemplo de trasparencia, nos ha confirmado lo que ya podíamos suponer: que odia a sus oponentes»
La democracia se inventó para que gentes que habitan en el mismo lugar (país, región o ciudad), y tienen puntos de vista diferentes, puedan, a pesar de eso, vivir juntos. Ese experimento solo funciona si cada ciudadano, piense lo que piense, es capaz de respetar el criterio del otro, a cambio de que el otro se comprometa a hacer lo mismo, en justa correspondencia.
Por no remontarnos mucho más atrás en la historia, el odio político se asentó en Europa en los años 30 del siglo pasado, cuando comunistas y fascistas decidieron instaurarlo como sentimiento común, y eso provocó masacres represivas y guerras, incluidas las peores: las fratricidas, como la española del 36. Porque el odio tiende a derivar hacia el deseo de eliminación física del odiado.
Así ocurrió en los Balcanes, en los años 90, y, ahora, en Ucrania. Otro ejemplo fue el ominoso ataque de Hamás contra Israel, el 7 de octubre de 2023; y ominosa está resultando la respuesta, una vez que el primer ministro israelí tiene decidido no ponerse límite alguno.
El terrorismo de distinto signo ha traído episódicamente esa realidad a Occidente, donde la democracia, aunque con serias dificultades, todavía sobrevive. Pero asesinatos como el de Charlie Kirk en Estados Unidos –y otros de similar cariz, tanto contra republicanos como contra demócratas– muestran un alarmante incremento de la violencia política. Sucesos como el asalto al Capitolio de Washington, o el proceso independentista en Cataluña, derivaron en el perdón presidencial de la Casa Blanca y en la amnistía de La Moncloa, sin que los protagonistas de ambos episodios hayan mostrado arrepentimiento, sino envalentonamiento.
Ahora, el presidente Donald Trump, en un elogiable ejemplo de trasparencia, nos ha confirmado lo que ya podíamos suponer: que odia a sus oponentes. Y hace todo lo posible por diezmarlos. La preocupante realidad es que Trump ha alcanzado el poder gracias, precisamente, a que su odio es compartido por un amplio sector de la ciudadanía de su país, alentado por su líder. Dado que el odio provoca odio, tiende a derivar en un sentimiento bidireccional. Y cuando eso ocurre, el resultado suele ser catastrófico.
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