Opinión
El chino del flan
Cuando era pequeña, los chinos eran unos señores amarillos con bigotes hasta el suelo que salían en la caja del flan. Nadie, nunca, había visto un chino en carne mortal. En los 70 llegaron los primeros restaurantes. Ahora cada manzana de barrio tiene su tienda china y ellos tienen el mundo.
Afrontamos un desafío sin precedentes desde los persas, los bárbaros y los turcos. Para lidiar con los asiáticos no tenemos más recursos que el mestizaje o la batalla. Definitivamente distintos a nosotros, ni siquiera tienen en común el Mediterráneo, como nos ocurría con los árabes. El primer enfrentamiento –el económico– ya lo han ganado. Poseen la deuda norteamericana, han desequilibrado nuestra balanza de pagos y se triunfan en África y América en la guerra de las multinacionales. ¿Será posible una hibridación cultural? Hay una inmensa distancia entre Occidente y Oriente. Hace unos días hice ademán de saludar con dos besos a un adolescente chino y casi se desmaya. No entienden el contacto físico. Se trataba de uno de los miles de estudiantes pudientes que están pagando en Madrid 800 euros mensuales por vivir con una familia (aparte abonan la escuela, el avión y los gastos personales). Son chicos que se aíslan y parecen poder prescindir de los afectos. Pasan siglos en su habitación, no expresan sentimientos, mantienen la distancia. Durante décadas las comunidades chinas se han desarrollado en las ciudades del mundo sin mezclarse. Mantienen sus reglas de juego, introducen sus mafias, se casan entre ellos. Son materialistas, trabajan hasta la extenuación, desconocen el ocio y estructuran la sociedad en virtud de la capacidad adquisitiva. Tanto tienes, tanto vales. Te casas invitando a la gente más rica que puedas. Y esperas de ellos sobres rojos llenos de dinero. La comunidad es la referencia última de tu valor.
Las universidades chinas valoran la intelectualidad europea. Hace al menos diez años que los mejores catedráticos alemanes pasan un semestre en China. Los más jóvenes, hablan mandarín. Algunos han contraído matrimonios mixtos. Los abuelos europeos no entienden a los yernos o las nueras: «Sonríen siempre, aunque estés disgustado con ellos, es desesperante», se quejan. Son rígidos en sus convenciones. Detestan la injerencia extranjera. La persecución de los cristianos, por ejemplo, sigue siendo extenuante para las comunidades locales. Se les espía, impide el culto, se les represalia. El Papa, con gran ojo clínico, intenta tender puentes hacia el inevitable futuro común, pero resulta arduo y exige paciencia asiática.
¿Qué harán cuando dominen la industria mundial? ¿Seremos su parque de atracciones turístico o sus grandes almacenes de moda? ¿Acabaremos como un gran geriátrico de jubilados chinos? ¿O habrá un mestizaje euroasiático? ¿Son compatibles el materialismo extremo y el humanismo? Dejo aquí más preguntas que respuestas, lo sé.
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