Opinión

Las primeras víctimas de los aranceles de Trump

Los aranceles son un impuesto que perjudica a los vendedores extranjeros de mercancías (pues se encarecen sus exportaciones al país afectado por el arancel) y también a los compradores de bienes y servicios extranjeros (dado que se ven forzados a pagar precios más altos por sus importaciones). Justamente por ello, la típica finalidad de los aranceles ha sido proteger al productor local: si el competidor foráneo sólo puede vender más caro al consumidor nacional, éste tenderá a desplazar parte de su demanda hacia el productor doméstico. La lógica del proceso, empero, quiebra una vez reconocemos que las cadenas de valor de las distintas mercancías que fabrica un país se hallan cada vez más internacionalizadas y que, en consecuencia, cada vez tiene menos sentido distinguir entre productor nacional y productor extranjero.

Por ejemplo, imaginemos que las fábricas mexicanas de automóviles adquieren en Estados Unidos (EE UU) la inmensa mayoría de piezas que luego ensamblan en un coche: si el Gobierno de EE UU impone un arancel a la importación de vehículos desde México, ¿está protegiendo a los fabricantes estadounidenses de automóviles o está penalizando gravemente a los fabricantes estadounidenses de componentes de automóviles? El ejemplo previo dista de ser un caso forzado y caricaturesco: en el mundo real, el 38% del precio final de un coche exportado desde México a EE UU va a parar a las compañías estadounidenses que fabricaron los componentes de ese automóvil. Por tanto, si Trump penaliza gravemente la importación de coches desde México, en última instancia estará perjudicando al tejido industrial estadounidense.

Algo similar, de hecho, le acaba de ocurrir con sus aranceles sobre el acero. Como es sabido, el 15 de marzo de este año, el presidente republicano aprobó un arancel del 25% sobre las importaciones de acero del resto del mundo (con la única excepción de Australia, Argentina, Corea del Sur y Brasil). La idea de esta medida era la de proteger al lobby siderúrgico estadounidense: dado que produce en condiciones menos competitivas que sus pares extranjeros, necesitan la barrera arancelaria para poder vender dentro del país. El problema, claro, es que la medida conlleva un encarecimiento del acero para todos aquellos productores locales que lo usen intensivamente: verbigracia, los fabricantes de automóviles. O dicho de otro modo: las empresas que fabriquen coches dentro de EE UU han perdido competitividad global dado que uno de sus principales factores de producción, el acero, se ha encarecido un 25%.

Y así las cosas, General Motors acaba de anunciar que, tras experimentar pérdidas de 1.000 millones de dólares estrechamente vinculadas al encarecimiento del acero, plantea cerrar cinco fábricas dentro de EE UU y despedir a casi 15.000 trabajadores. Las aranceles de Trump sobre el acero han sido la puntilla que ha rematado a una compañía que lleva décadas sin levantar cabeza. Más aranceles, más pobreza. Resulta verdaderamente descorazonador que un presidente que ha recortado fuertemente el Impuesto sobre Sociedades con el argumento de que una menor fiscalidad atrae una mayor inversión empresarial sea incapaz de comprender que un incremento de los impuestos arancelarios tiende a conseguir lo contrario, es decir, expulsar la inversión empresarial.