Opinión

La Gran Guerra

La ceremonia, celebrada en Paris en conmemoración del Armisticio acordado en noviembre de 1916 con el que concluyó la Primera Guerra Mundial, y especialmente el homenaje a sus muertos, ofrecido por los representantes de aquellos países implicados en el conflicto, fue brillante, pero subrayando su significación e importancia, no de mera conmemoración, sino de acontecimiento que sigue concerniéndonos ahora.

La Primera Guerra Mundial, en efecto, fue saludada por una opinión bastante amplia como la última de las guerras, como creía el poeta Charles Péguy, que enseguida moriría en los primeros días de ésta, el 4 de setiembre de 1914, mientras el Dr. Abert Schweitzer un eximio médico, músico y teólogo, desesperado de la ruina religiosa y moral de Europa la había abandonado, el Viernes Santo de ese año. Y aquella guerra acabó siendo una enorme y siniestra carnicería y por ser denominada «La Gran Guerra», y se podría decir que nunca fue concluida en paz del todo.

Efectivamente, fue la desembocadura de una gran civilización en la peor barbarie, y casi como un resumen y consecuencia de cómo quedaron las cosas después de aquella guerra, siguieron la Segunda Guerra Mundial, su pasajera angustia existencial de post-guerra, y la reinstalación enseguida de precisamente la cultura europea, sobre la cual tenemos que preguntarnos si no fue la gran razón de la Gran Guerra misma.

A propósito de las celebraciones de aquel Armisticio de 1918, un profesor y escritor americano, George Weigel, ha escrito que Alexander Solshenitsyn entendió que esa guerra fue «el resultado de un colapso de la imaginación moral arraigada en un ateísmo práctico», y dejó tres impactos que llegan intactos hasta nosotros: «la Gran Guerra destruyó la confianza occidental en las autoridades tradicionales y originó un profundo escepticismo y desprecio incluso en torno a la grandeza y al bien, que sigue siendo un factor en nuestra vida pública... Liquidó los límites y normas culturales tradicionales, aceleró el desarrollo de la vanguardia y despojó al arte occidental de su condición moral» y éste «se convirtió, en general, en un vehículo para la expresión de sentimientos subjetivos y pasiones, más que en una exploración de las verdades... y así mismo. profundizó e intensificó la secularización de Occidente, cuando un líder religioso después de otro se unió al desfile de los nacionalistas», tornando despreciable la seriedad religiosa.

Y G. Weigel concluye diciendo que «en 1914, la alta cultura occidental había llegado a pensar que podría organizar el mundo sin Dios, lo que era, en cierto sentido, verdadero. Pero lo que la gran guerra debiera de haber enseñado al Occidente es que, sin el Dios de la Biblia, la única manera en que los pueblos de Occidente podrían organizar las cosas cara a cara es en los términos más sanguinarios», y no se puede dejar de reconocer el hecho de que nuestra cultura de ahora mismo es precisamente la misma que, según Solzhenitsyn y Weigel, y no sólo ellos, piensan que es la única explicación posible para aquella tan destructiva Gran Guerra que produjo un eclipse mental entre los líderes de Europa, debido a su conciencia de ser un poder supremo.

Pero lo más temible sería que los europeos se muestren satisfechos, y prefieran fingir que no han perdido nada, ni están culturalmente invadidos y colonizados por la cultura que produjo la Gran Guerra, y ni recuerden los quicios de aquella otra secular cultura europea que fue previamente destruida.