Opinión

¿Ultraderecha? Perdón

Todos los análisis del día después de las elecciones andaluzas coinciden en destacar el desembarco de la ultraderecha en la política española, pero, permítanme... ¿Me están queriendo decir que hasta la fecha no se había detectado ningún ultraderechismo en nuestra política? ¿Que vivíamos aquí en un paraíso político donde se columpiaban los Cupidos de la tolerancia en topless?

Perdón, vamos a ver... Ultraderechismo era ya cuando hace 20 años el mendrugo de Otegi se permitía recomendar a los chavales vascos que dejaran internet y se fueran a pasear sanamente por las montañas vascongadas. Como si lo sano fuera ser analfabeto. Ultraderechismo era también los textos de Torra de hace poco, llamando bestias repugnantes a su conciudadanos, connotando a quiénes él percibía como ajenos y atribuyéndoles supuestas miserias espirituales que, como enviado divino del regionalismo, se autoproclamaba capaz de señalar y decidir. Señales enojosas de ultraderechismo hasta eran, si me apuran, las preferencias estéticas de Rufián por las cazadoras «bomber» que con tanto gusto lucían los violentos skinheads ya en mi juventud. Wilde y De Quincey le podrían haber informado de qué manera las formas terminan, al final, contagiando los comportamientos de las personas.

No. Hemos estado rodeados en gran medida de ultraderechismo los últimos años. La única diferencia actual es que Vox enarbola con orgullo esa palabra sin hipocresías ni complejos, mientras que en todos los demás casos, por coquetería vanidosa, se quería posar como progresista de boquilla mientras se perpetraban montañas de conductas puramente reaccionarias. Fue un estereotipo oír decir en los últimos dos años que el PP, con sus decisiones, era una fábrica de independentistas. Pero se trataba de un tópico falso. Los separatistas ya acumulaban dos millones y medio de personas en mi infancia y nunca les he visto crecer ni disminuir en todo este tiempo, solo cambiar cíclicamente de partido y afirmar que eran una cosa u otra, mientras seguían persiguiendo los mismos objetivos. Como cualquiera puede comprender, un partido como Convergencia –que promovía desde hace años el «hoy paciencia, mañana independencia»– no podía ser una agrupación de unionistas o pactistas, sino únicamente de independentistas, sólo que aplazados. El problema es que, cuando decidieron cobrarse sus letras a plazos, hemos comprobado que no era posible para nadie.

Lo que si está resultando en los últimos años una verdadera fábrica de ultraderechistas –por pura reacción– es la retórica populista y faltona tanto de los separatistas como de Podemos. El catalanismo fue motor de progreso en mi región al final del franquismo, pero luego se pudrió y empezó a apestar a corrupción. El 15-M fue también un revulsivo legítimo frente a la necesaria renovación de la política en la crisis, pero las propuestas rudimentarias y esquemáticas de sus representantes le hicieron envejecer rápidamente sin aportes ni soluciones. Los anhelos del votante de Podemos me resultan simpáticos, pero sus representantes les traicionarán, chapoteando entre los privilegios de la «neo-casta», los chalets en la sierra y las guerras de pareja. Mientras tanto, la retórica y las provocaciones de los mesiánicos –tipo Puigdemont– seguirán intentando subir el tono para ver si consiguen que, del lado de los que no piensan como ellos, aparezcan también actitudes drásticas que los justifiquen. A los iluminados belicosos, cuanto peor vaya todo, mejor para ellos de cara a legitimarse. Toca ahora civilizar a la ultraderecha orgullosa después de habernos pasado los últimos años civilizando a la ultraderecha disfrazada de progre (la de los separatismos, la de los chavismos y los populismos) que no se atrevía a salir del armario. El panorama político que queda en Andalucía va a ser un buen laboratorio para ello.