Opinión

Misterio de las incógnitas

He de reconocer que pertenezco a esa gran mayoría de la población a quien las matemáticas, la química y la física les provocaban cierta pereza en los días de colegio. La resistencia a hacerme con ellas se debía probablemente a que de entrada el misterio, la emoción y el placer que contienen resultan de un acceso más lento y progresivo que el de la hechizante narrativa, la historia cotilla o el heroico deporte. Quizá por haber detectado esa flaqueza en mí es por lo que me blindé tempranamente contra un tipo de reproche muy común entre los románticos que maduran con prisas. Me refiero al de pensar que, cuando constatamos el papel de las redes neuronales en nuestras emociones, lo que hacemos es quitar magia a los sentimientos y anhelos humanos, racionalizándolos excesivamente. Es un reproche alicorto y miope porque, cuanto más avanza la neurobiología, más prodigios y mágicas maravillas adaptativas del cerebro descubrimos, plenas de sorpresas y nuevas incógnitas. Me parece que lo que verdaderamente nos humilla como románticos es que, a la postre, las redes neuronales y sus conexiones presentan hoy más magia y fascinación que el viejo amor sentimental.

Cuando, seducidos por los enigmas naturales, queráis desentrañarlos y os acusen por ello de prosaicos racionalistas, no os acomplejéis. Solo los cursis estereotipados son inmunes a la belleza y al misterio de las ciencias. No permitáis que os connoten por ello como seres incapacitados para la poesía, insensibles y minerales. Todos los seres humanos somos receptivos a los sentimientos, salvo los psicópatas. Sucede tan solo que unos encuentran la poesía en el constante y emocionante descubrimiento y otros en la tranquilidad de los viejos y estimulantes estereotipos. Si algo me ha enseñado toda una vida dedicada al arte es a desconfiar de las emociones, a no sacralizarlas, a saber verlas también como reacciones de nuestros tejidos lisos a estímulos externos. Detectar la poesía de las estadísticas que demuestran hechos, y preguntarme qué evidencia tengo por experiencia propia de las cosas que pienso, me protegen de ser esclavo de mis propias emociones, de hacer drama, de sentimentalizarlo todo insoportablemente.