Opinión

De platos y guisos

Recientemente he padecido la cursilería de dos restaurantes de «cocina de autor», que es otra cursilería. En el primero –ya me sucedió años atrás–, muy famoso en Cantabria, me vi obligado a enfrentarme con el sistema para cenar una tortilla de jamón. La carta era una encadenada antología de porquerías de la pretendida «Nueva Cocina», y al fin, el autor accedió a descender a la tierra y humillarse con la tortilla de jamón, que además, estaba malísima. Allí en el norte es muy complicado comer mal, pero siempre hay candidatos para sostener esos negocios fraudulentos. Cuando me veo obligado a visitar un restaurante de esos, en los que el «autor» viste de negro como si fuera un locutor de la SER, llevo una lata de anchoas para no experimentar la desagradable sensación de la inanición. Cofiño en Caviedes, el Real Club Estrada en Comillas, Casa Setién en Bustio, El Oso en Cosgaya, El Puerto en Santander, el Mirador de Toró en Llanes, el Boga-Boga en San Vicente de la Barquera, son lugares en los que jamás defraudan al cliente. Camino del sur, siempre me detengo en Valdepeñas, en La Aguzadera, donde se sirve el mejor pisto manchego del mundo. La aguzadera es la charca, la baña donde los jabalíes retozan para librarse de las adherencias molestas de los insectos. Y en Alar del Rey, en su temporada, son insuperables los guisantes de La Cueva. Juan Antonio Samaranch comía los guisantes con el cuchillo. Los partía con pericia frenética, los depositaba en la palma del cuchillo y se metía la mortífera arma blanca en la boca. Y hacia el norte, País Vasco, Cantabria, Logroño, o Pamplona, está el Landa de Burgos, de garantía absoluta.

Así que me hallaba en un carísimo restaurante de autor, cuando solicité lo único que me sonaba a conocido. Merluza. Una merluza con algunas guarraditas de condimento y guarnición, pero merluza al fin y al cabo. –Por favor, la quiero muy hecha–; –lo sentimos, caballero, pero la servimos prácticamente cruda–; –pues yo la quiero muy hecha, y además, no soy un caballero porque no he venido montado sobre un caballo–; –se lo diré al «chef», caballero pero dudo que acepte–; –pues adiós y muy buenas–; –no se ponga así, caballero, que ya le he dicho que consultaré con el jefe de cocina–; –Adiós. Y de paso, le dicen al decorador de mi parte que se dedique a otra cosa. Todo lo que hay aquí es feo–.

España es un prodigio en su cocina popular y en la alta cocina de verdad. En todos sus rincones hay un restaurante que mantiene la tradición. ¿Hay plato mejor y más barato que las migas extremeñas con huevos fritos? De estas tonterías, mucha culpa la tienen las Guías – especialmente la Michelin–, los críticos y los cofrades y académicos de gastronomía. Hace muchos años, tres ilustres críticos gastronómicos de la prensa madrileña fueron invitados a una cata de fabada en un restaurante asturiano. De tres fabadas tenían que elegir la mejor. Por unanimidad, desconociendo su condición, los tres optaron por premiar a una fabada de lata, de conserva. Los del restaurante quedaron abochornados por el doble ridículo. El suyo y el de los críticos.

Influidos por los innovadores de la cocina de autor franceses, Troigros y Bocusse fundamentalmente, nos llegó a España la modita de la nueva cocina, consistente en elaborar tonterías muy pequeñitas y presentarlas en unos platos con mayor diámetro que las pamelas que se ajustan las señoras en las bodas o en las carreras de caballos de Ascot. Y siguen sus restaurantes abiertos, lo que significa que el número de tontos ha aumentado considerablemente. Yo me quedo con mi tortilla de patatas, mis alubias, mi pisto, mis migas, mi cocido madrileño, lebaniego o montañés, mi ternera de Ávila, mi merluza rebozada, mis mariscos de mar rompiente o del sur calmado, mis...

La nueva cocina, la llamada cocina de autor, en muchas ocasiones traspasa con holgura la frontera del delito.