Opinión
A la calle
La salud democrática de España sufre una recaída que no conocíamos desde el golpe de Estado del 23-F. Sentarse a negociar con los independentistas, como si esto fuera un país bananero en vías de extinción, avergüenza a todos los que cada día sienten ese azote en propia carne. Familiares y amigos acosados durante tanto tiempo por una tiranía pleistocénica que no atiende a razones. Solo por esos millones de catalanes y españoles a los que quieren adormecer con un veneno de censura merece la pena salir a la calle este domingo. Vaya, pues, el primer recuerdo en forma de píldora amarga para las víctimas del nacionalismo. Cuando el César ya no esté en el poder no habrá un Marco Antonio que glose sus aciertos ni que afee a los suyos una traición que no sería tal. Hasta Felipe González, que tanto sabe de negociaciones en la sombra, no entiende el trilerismo que vuela un edificio constitucional. No se trata de confrontar derechas ni izquierdas. Es cuestión de un presidente errático que un día tuvo suerte.
Por los que nacieron allí y no entienden que un grupo, por muy numeroso que sea, quiera imponer la bota sobre sus zapatos.
Por los que emigraron y quieren formar parte de una comunidad rica y antaño culta, que ahora les paga con un visado de superioridad malvada.
Por la dignidad de las instituciones que quedan olvidadas en un desván ideológico como si esto fuera un prólogo esperpéntico de Venezuela.
Por las razones que animan lo anterior, que no es buscar un bien común, sino una bastarda manera de mantenerse en el poder a costa de la insolidaridad y el desprecio a las comunidades peor tratadas.
Y para que en un futuro nuestra conciencia duerma tranquila y no, como en momentos agónicos, miremos hacia otro lado y los remordimientos acaben por enterrarnos en vida.
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