Opinión

La amenaza desglobalizadora

Las sociedades humanas han buscado globalizarse desde sus mismos inicios. Incluso las bandas de cazadores y recolectores practicaban algunos intercambios entre sí. El surgimiento de las primeras ciudades-Estado en la Media Luna Fértil fue rápidamente acompañado del comercio con el Valle del Nilo y el Valle del Indo; Roma fue en sí misma una gran zona de comercio mediterráneo y el Imperio español surgió justamente de incluir a las Américas dentro de la economía global.

Por supuesto, el mundo no se ha globalizado de manera ininterrumpida y sin retrocesos: por ejemplo, los años 30 y 40 del siglo anterior supusieron un periodo de profunda desglobalización económica (y, no por casualidad, también una de las etapas más sangrientas de la Humanidad). En este sentido, las últimas cuatro décadas de globalización también han sido uno de los periodos más económicamente esplendorosos de toda nuestra historia: miles de millones de personas han escapado de la pobreza extrema al tiempo que Occidente ha podido acceder a productos baratos en sectores tan variados como la alimentación, el textil y otras manufacturas. Sin embargo, y como ya ha sucedido en otros momentos pasados, la presente ola globalizadora se está viendo interrumpida –y, en parte, revertida– por el auge de los nacionalismos económicos, los cuales quieren rearmar arancelariamente sus países para «proteger» a ciertas industrias de la competencia extranjera. En la actualidad, la reacción proteccionista que está dejando una mayor huella sobre la economía mundial está siendo la de EE UU contra China. Donald Trump ha multiplicado en pocos meses los aranceles exteriores sobre las importaciones del gigante asiático, lo que ha puesto patas arriba los flujos comerciales internacionales.

A la postre, en un mundo donde la producción de mercancías se halla tremendamente segmentada entre países (para así aprovechar las ventajas de la especialización y de la división del trabajo), cualquier arancel quiebra las cadenas internacionales de valor, afectando a economías que en principio no se veían directamente atacadas por el rearme proteccionista.

Eso es, de hecho, lo que está sucediéndole ahora mismo a Europa: el Viejo Continente (sobre todo, países como Alemania, Italia e incluso España) se ha especializado en fabricar bienes intermedios para la industria extranjera (pensemos, por ejemplo, en la elaboración de partes del automóvil), de modo que una contracción de la demanda de productos finales (una caída de la demanda estadounidense o china de automóviles) termina inevitablemente afectándonos. Es por ello que la industria alemana se encuentra en su peor momento desde 2009 y, también, por lo que la economía española ha iniciado una senda de desaceleración. La guerra comercial iniciada por Trump contra China nos está, pues, perjudicando gravemente a los europeos aun cuando no estemos siendo el foco directo de sus ataques. Y no se trata de que Trump no posea razón en alguna de sus críticas contra China: se trata de que el saldo final de este enfrentamiento comercial es muy incierto (¿de verdad China terminará cediendo a las peticiones del republicano?) y, en el ínterin, está generando un enorme daño al conjunto del planeta.

El riesgo a largo plazo, claro, es que vivamos un episodio medianamente duradero de desglobalización, es decir, un episodio prolongado de suspensión de los flujos comerciales y de reforzamiento de las ideologías nacionalistas antilibrecambistas. Ese miedo es el que está haciendo temblar a los mercados financieros y el que, de materializarse, generaría un perjuicio persistente sobre nuestro bienestar futuro.