Opinión

¿Deberíamos aprobar un estímulo fiscal para España?

La guerra comercial entre EE UU y China continúa agravándose sin que ninguna de ambas partes dé su brazo a torcer. El pasado viernes, China anunció una ronda de aranceles a modo de represalia contra

EE UU y, apenas unas horas después, Trump hizo lo propio en medio de una escalada retórica en la que tildaba a Xi Jinping de «enemigo de los

EE UU» y en la que, además, «ordenaba» a las compañías nacionales que buscaran alternativas económicas a China. La resolución del conflicto, pues, no se antoja temprana y quienes de momento estamos sufriendo en mayor medida este conflicto somos los europeos.

El Viejo Continente produce y exporta manufacturas al resto del planeta, de modo que una fuerte contracción del comercio global (como la que estamos padeciendo) resulta nefasta para su crecimiento. Tan es así que Alemania entrará muy probablemente en recesión durante el próximo trimestre (al menos así lo ha adelantado el Bundesbank) y nuestro país ya está sumergido en una más que cierta desaceleración (tanto en términos de PIB como de creación de empleo). Justamente por ello, desde determinadas posiciones políticas ya vuelve a repetirse el machacón mensaje de que necesitamos aprobar un potente plan de estímulo fiscal que relance nuestra actividad. Incluso Alemania parecería estar planteándose una medida de ese estilo, según ha filtrado la Prensa durante esta semana (si bien fuentes oficiales del Ejecutivo teutón hayan desmentido estar trabajando en ello). Así las cosas, ¿debería España relanzar su déficit público para reimpulsar nuestro crecimiento languideciente? Hay dos motivos que desaconsejan avanzar en esta dirección.

Primero, España carece de espacio fiscal para aumentar sustancialmente su endeudamiento. Nuestros pasivos públicos equivalen a casi el 100% de nuestro PIB, de modo que deberíamos ser prudentes a la hora de seguir incrementándolos. Además, en caso de que llegue una recesión, los ingresos públicos caerán y los gastos se incrementarán automáticamente (merced a los llamados «estabilizadores automáticos»), por lo que ya habrá una tendencia endógena a que el déficit se deteriore por sí solo. No necesitamos, pues, de estímulos adicionales y preventivos que lo disparen todavía más. De hecho, en esta situación, resulta poco probable que la Comisión Europea, en aplicación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, nos fuera a permitir una gestión irresponsable de nuestras finanzas, de modo que ni siquiera tiene demasiado sentido plantearlo desde un punto de vista político.

Segundo, la desaceleración económica de España, o la recesión de Alemania, se debe, como ya hemos explicado, a un hundimiento de nuestras exportaciones, es decir, a una pérdida de nuestros clientes extranjeros (como consecuencia de la destrucción de los flujos comerciales globales). En lugar de tratar de tirar de la demanda interna, la cual no tiene por qué desear adquirir los mismos bienes que exportábamos fuera, deberíamos facilitar el reajuste de nuestras compañías para que busquen nuevos clientes foráneos. Esto significa que por un lado deberíamos estar presionando a la Unión Europea para que suscriba nuevos acuerdos comerciales y, por otro, deberíamos flexibilizar internamente nuestra economía para que nuestras empresas cuenten con la capacidad de transformarse y adaptarse a las necesidades de los nuevos mercados que deberían empezar a explorar.

En definitiva, incrementar con deuda nuestra demanda interna sólo serviría, por un lado, para deteriorar nuestra solvencia financiera ante la posible crisis que se avecina y, por otro, para desviar el foco de nuestras prioridades empresariales (desde la conquista de nuevos mercados extranjeros a la satisfacción cortoplacista de un gasto interno inflamado). Ni podemos ni debemos caer en la tentación de los estímulos fiscales. Ante la desaceleración, apostemos por las reformas estructurales y por la apertura de los mercados exteriores.