Opinión

No dispondremos de política fiscal

La desaceleración ha llegado a España con fuerza: 2020 será el primer año en el último lustro en el que creceremos por debajo del 2% (si es que no se termina torciendo lo que resta del presente ejercicio y registramos semejante marca hogaño). Y creciendo por debajo del 2%, la creación de empleo va a verse muy negativamente afectada, puesto que con crecimientos inferiores al 1,5% ni siquiera somos capaces de mantener los puestos de trabajo existentes.

Frente a un shock de este calibre –España puede volver a destruir empleo desde tasas de paro del 14%– existen dos grandes tipos de políticas que podrían implementarse: políticas de oferta o políticas de demanda. Las primeras agrupan todas aquellas «reformas estructurales» que permiten incrementar la eficiencia de nuestro aparato productivo y, por tanto, nos proporcionan impulso a la hora de crecer. Las segundas se refieren a estimular el gasto interno de nuestra economía con el objetivo de movilizar un mayor volumen de recursos desempleados y, por esa vía, incrementar nuestro PIB.

Los economistas de corte keynesiano suelen preferir las políticas de demanda a las de oferta, es decir, suelen preferir elevar el gasto antes que liberalizar la economía. En parte, tal sesgo podría tener un cierto sentido cortoplacista: los efectos estabilizadores de las políticas de demanda se dejan sentir más rápidamente que los de oferta (si bien las segundas son mucho más eficaces a largo plazo a la hora de elevar el crecimiento potencial de una economía). A su vez, las políticas de demanda suelen enfrentarse a menor oposición social: mientras que liberalizar algunos mercados (como el laboral) puede enervar a muchos grupos de interés, multiplicar el gasto suele contar con muchos menos detractores dentro de una sociedad.

Así pues, nuestros gobernantes suelen hallarse mucho más inclinados a cebar la demanda que a redinamizar la oferta. Pero incluso entre aquellas medidas dirigidas a insuflar mayor gasto dentro de nuestro aparato productivo, existen categorías: dentro de las políticas de demanda, resulta muy preferible la dirigida a reducir los impuestos que la consistente en incrementar el presupuesto público. A la postre, impuestos más bajos incentivan a los agentes económicos no sólo a gastar más, sino a generar una mayor riqueza para el resto de la sociedad (los trabajadores están dispuestos a trabajar más y los inversores, a invertir más); en cambio, los incrementos del presupuesto público tienden a establecer redes clientelares antiproductivas que, lejos de fomentar la creación de riqueza, la minan y la distorsionan.

El Gobierno socialista, por desgracia, no sólo rechaza las reformas estructurales, sino también las políticas de demanda basadas en las rebajas fiscales, de modo que el único estímulo compatible con su sesgo ideológico que acaso pudiera quedarle es el de aumentar el gasto público. Pero, en realidad, ni siquiera cabe decir que contemos con esa puerta abierta. Nuestro país carga ahora mismo con una deuda pública equivalente al 100% del PIB, y una política fiscal expansiva –basada en abusar del déficit público– sólo nos llevaría a incrementarla todavía más. La propia OCDE nos ha recordado esta misma semana que ni Italia, ni Francia, ni tampoco España podemos recurrir a la política fiscal como palanca de crecimiento. Así que, al final, ni reformas estructurales, ni bajada de impuestos, ni siquiera (aun dentro de la cosmovisión keynesiana) aumentos del gasto. Desnudos y desprotegidos frente a la desaceleración que se avecina.