Opinión
La excepción chilena en latinoamérica
Chile es el país más exitoso de Hispanoamérica. Acaso esto no sea decir demasiado, puesto que el continente es, en términos generales, un desastre desde mediados del siglo XX (a saber, desde el momento en el que el populismo penetró y carcomió tales sociedades). Pero aunque no sea decir demasiado, sí es decir algo. A la postre, mientras que otras economías históricamente ricas de la región (como Argentina o Uruguay) no han dejado de empobrecerse en términos relativos frente a las sociedades más avanzadas del planeta (como EE UU), Chile ha logrado en las últimas décadas revertir este proceso y aumentar su riqueza no ya en términos absolutos, sino también en relación al desarrollo de las economías más avanzadas del globo. El secreto de Chile ha sido dotarse de unas instituciones que son grosso modo respetuosas de la propiedad privada, de los contratos voluntarios, de la competencia, del comercio exterior y de la libre empresa: en esencia, no perseguir ni someter al capricho de los gobernantes a aquellas personas que invierten dentro del país. Gracias a ello, la renta per cápita de esta región andina se ha más que duplicado en los últimos 30 años y los índices de desigualdad no han dejado de caer junto a su tasa de pobreza. Por desgracia, los últimos años de Gobierno de la izquierda condujeron a un incremento de las regulaciones y de la presión fiscal dentro del país que la derecha, cuando regresó al poder, no se atrevió a revertir. Por ello, el crecimiento potencial de Chile ha ido descendiendo con el paso de los años (en 2019, su PIB apenas se expandirá un 0,6%), generando una lógica frustración entre aquellos sectores de la población que, pese al enorme desarrollo experimentado en las últimas décadas, todavía se hallan en una situación muy precaria. En un origen, las recientes protestas que podíamos observar en las calles del país respondían a este malestar por el estancamiento económico unido a ciertas subidas tarifarias que erosionaban aún más los ingresos estancados de las rentas bajas. Pero conforme fueron pasando los días, tales protestas fueron instrumentadas políticamente por la extrema izquierda chilena –y propagandísticamente por la extrema izquierda internacional– para abogar por un cambio radical de modelo en Chile: por un cambio, de hecho, en su Constitución para laminar las instituciones que han permitido que el país prospere y se desarrolle –como ningún otro en Hispanoamérica– en los últimos 30 años. Asimismo, la enmienda a la totalidad que la extrema izquierda internacional plantea en Chile también sirve como arma arrojadiza dentro de Occidente: si lo que ellos denominan «modelo neoliberal» está muerto, lejos de flexibilizar nuestros mercados y de bajar intensamente nuestros impuestos, deberíamos proceder a hacer todo lo contrario. Pero no: si algo ha fracasado en Hispanoamérica en las últimas décadas no ha sido Chile, sino el modelo económico de la extrema izquierda. En suma, la economía chilena dista de ser perfecta y cuenta con mucho margen de mejora, pero la alternativa que propugnan algunos (copiar a Venezuela, a Bolivia o a Cuba) solo sería una forma de empeorarlo de un modo terrible.
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