Editoriales

El régimen corrupto del socialismo

La contundente sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla, exacta radiografía de cómo un partido político puede llegar a cooptar el sistema democrático mediante la creación de una red tentacular, imbricada en la sociedad, con el dinero de todos los ciudadanos, debería avergonzar a quienes, en su momento, cuando el escalpelo de la instrucción judicial se abría paso a través del blindaje institucional de la trama, insinuaban intenciones espúreas y, desde el victimismo, defendían la trayectoria política de quienes eran sus máximos responsables. Que, además, ese comportamiento viniera de un partido, como el PSOE, que se ha demostrado virtuoso en el empleo del doble rasero, implacable con el adversario y para el que los tiempos y las circunstancias sólo cuentan si juegan a su favor, sólo agrava los hechos. Pero, nosotros, que hemos investigado e informado puntualmente a lo largo del proceloso procedimiento de los ERE, no queremos caer en lo mismo que criticamos.

El caso andaluz pertenece a una época e, incluso, a un lugar que ya no son los mismos. Personalmente, tanto quienes estuvieron al frente de la Junta de Andalucía cuando se produjeron los hechos juzgados, Manuel Chaves y José Antonio Griñán, notablemente, como quienes ocuparon consejerías y direcciones generales directamente vinculadas a la trama de corrupción, ya se habían visto obligados a renunciar a todos sus cargos públicos y fueron expulsados del partido. Tal vez, otros dirigentes del socialismo andaluz, que no estuvieron incursos en la causa, pero cuya cercanía a los largo de décadas con los condenados era notoria, hubieran debido seguir los mismos pasos, pero no es cuestión que ahora tenga que preocuparnos. Políticamente, el PSOE sufrió el reproche de la mayoría de la sociedad andaluza y perdió el poder que había mantenido, y del que había abusado, durante cuarenta años. Quizás, si la publicación de la sentencia no hubiera sufrido los inexplicables aplazamientos, hasta cuatro, el último para que no coincidiera con la repetición de las elecciones del 10-N, el conjunto de la sociedad española hubiera tenido en su mano otros elementos de juicio a la hora de decidir su voto. Pero ya sólo corresponde a la nueva Junta andaluza corregir la anomalía social que supuso esa etapa y reactivar, sobre nuevas bases, el pacto no escrito, pero ineludible, de confianza y neutralidad entre la Administración que gestiona los asuntos públicos y los ciudadanos, que son, con independencia de su ideología y sus circunstancias personales, los legítimos titulares del poder ejecutivo.

Porque lo que nos dice la sentencia es que ese pacto, consustancial a la democracia, había sido despreciado por los dirigentes socialistas, hasta el punto de identificar los propios intereses del PSOE con los de todos los andaluces. Asusta la extensión de la red tentacular, pero más la sensación de normalidad, de impostada legitimidad de quienes, simplemente, repartían el dinero público con criterios de utilidad partidista y en clave de amigo/enemigo. Hay, también, en el relato de los hechos probados por el Tribunal la descripción de una manera de entender la política que, mucho nos tememos, trasciende al tiempo y al espacio. Prácticas populistas que conducen a elevar el gasto público sin contar con el correspondiente respaldo presupuestario y que, como es el caso, obligan a maquillar las cuentas o a hacerlas opacas, mediante la creación de organismos que escapan a la normal inspección y al control de los interventores. De eso hay en la sentencia de los ERE nutridos ejemplos, que sin constituir el núcleo de lo juzgado, deberían de servir de aviso de navegantes a otras administraciones sobre los riesgos de institucionalizar la barra libre presupuestaria, sobre todo cuando ésta opera en el terreno que se supone clientelar. Pero, con todo, lo peor de este caso de corrupción, que ha supuesto la malversación de 680 millones de euros de dinero público, lo que le convierte, al menos judicialmente, en el más grave de la reciente historia de España, es que esos fondos se utilizaron para facilitar el cierre de empresas y el despido de sus trabajadores. Desde la propia Junta, gratuitamente, se fomentaba la pérdida del tejido industrial de Andalucía, en lugar de apoyar el desarrollo del sector empresarial. Desde la propia Junta se favorecía la cultura de la subvención improductiva, la que no crea puestos de trabajo ni abre espacios al progreso. Y, hay que insistir, se hacía de manera arbitraria y dolosamente. No en vano, los jueces han absuelto a los dos interventores que trataron con insistencia, pero, inútilmente, de poner orden en el desafuero.

Por ello y aunque se nos dice desde el PSOE, como justificación moral, que la mayoría de los implicados no se llevaron ni un euro a sus bolsillos, que será cierto, pero no era el objeto de la sentencia y, además, todos tenemos en la memoria aquel símil desgraciado del asado de vacas con dinero, no es posible restar ni un ápice la gravedad de las conductas que han sido enjuiciadas. Mucho menos, cuando los jueces han dictaminado que Manuel Chaves y José Antonio Griñán conocían y amparaban estas prácticas dañinas para el bien común. Y cuando desde ese mismo PSOE se mantiene que lo sucedido nada tiene que ver con el partido, hay que insistir en que bajo esas siglas se construyó y se mantuvo durante cuarenta años un régimen hegemónico y acaparador, que sirvió de principal granero de votos de las victorias socialistas, de las que ningún inquilino de Ferraz renegó nunca. Pero, como ya hemos advertido, no vamos a caer en la bajeza de tildar de corrupto a todo un partido, sea cual sea su ideología, porque no sería cierto. Ni tampoco en la demagogia populista al uso de decir que todos los políticos son iguales. Ni todo el PSOE es corrupto ni todos los políticos son iguales.