Opinión
Crisis ecológica y Leviatán estatal
Los políticos gustan de instrumentar el alarmismo en las cuestiones más variopintas posibles para justificar una expansión de sus poderes sobre la sociedad. El economista e historiador Robert Higgs publicó hace más de 30 años un libro titulado «Crisis y Leviatán», donde registraba diversos episodios de la historia estadounidense en los que el sector público se había acrecentado, recortando libertades a los ciudadanos, merced al pánico extendido a lo largo y ancho de la sociedad, por ejemplo, con las dos guerras mundiales o la Gran Depresión. Cuando la gente tiene miedo, siente un impulso natural a refugiarse en quien ofrece seguridad, y el Estado, aun reclamando vasallaje, es experto en ofrecer esa seguridad.
El cambio climático, y la crisis ecológica que puede llegar a generar, constituye un serio problema para la Humanidad, pero es un problema que puede afrontarse, o con rigor y seriedad, o con un infundado alarmismo que, en última instancia, sólo busque incrementar el control que el Estado ejerce sobre la economía. No por casualidad, verbigracia, Irene Montero manifestaba esta semana, en plena Cumbre del Clima, que es urgente «democratizar la economía para garantizar un futuro digno a nuestros hijos e hijas y a nuestros nietos y nietas. Los Gobiernos deben tomar el control de este sistema económico absolutamente descontrolado que amenaza la seguridad de todos los ciudadanos del planeta».
Semejantes declaraciones tienen mucho más de ideología –pero de mala ideología– que de ciencia. Son el reconocimiento de que alguno están empleando la llamada crisis climática para cebar el Leviatán estatal, como antaño también se aprovecharon las crisis económicas, las crisis sanitarias, las crisis migratorias o las crisis bélicas. Que haya que descarbonizar progresivamente nuestras economías para así minimizar nuestro impacto adverso sobre el clima, no equivale a sostener que el Gobierno deba hacerse cargo del conjunto de nuestro sistema productivo. Es decir, no implica necesariamente que nuestros gobernantes deban decidir qué debe ser producido y cómo debe ser producido.
Existen alternativas descarbonizadoras mucho menos agresivas contra nuestra libertad y prosperidad que, sin embargo, no suelen ser mencionadas por nuestros mandamases, acaso más interesados en agrandar sus cuotas de poder que en solucionar los problemas medioambientales.
En particular, existen dos herramientas que todavía no han sido usadas y que poseen un gran potencial para efectuar la transición ecológica desde el mercado y no desde el Estado.
Por un lado, los impuestos sobre el CO2. Con esta herramienta, se internalizarían los costes de desarrollar una actividad que emita gases de efecto invernadero. No se trataría, pues, de desincentivar artificial y caprichosamente toda conducta humana, sino de ajustar los costes monetarios de la misma a sus auténticos costes sociales –técnicamente, de «internalizar las externalidades negativas» que genera–. Con un impuesto sobre el CO2 seríamos cada uno de nosotros –y no los políticos– los que decidiríamos cuáles de nuestros comportamientos más gravosos deseamos limitar. A su vez, los conductores de vehículos y los dueños de centrales eléctricas tendrían un fuerte incentivo a abandonar su maquinaria basada en combustibles fósiles y a adoptar otra no intensiva en CO2. Pero, por otro lado, también necesitamos de incentivos fiscales al desarrollo de nuevas tecnologías que nos permitan alcanzar, mediante fuentes limpias, la misma eficiencia energética que con los combustibles fósiles. Por ejemplo, una exención fiscal completa a las fuentes de financiación –acciones y bonos– de compañías que inviertan en nuevos procesos de mejora energética.
Con estas dos medidas no necesitaríamos de ningún omnicomprensivo plan político que nos indicara cómo –al entender de nuestros burócratas– hemos de efectuar la transición ecológica. Podríamos permitir, simplemente,
que el libre mercado actuara dentro de ese nuevo marco institucional para descubrir las mejores alternativas a la hora de descarbonizar nuestra economía.
Tasa Tobin y aranceles
La «tasa Google» –en realidad el impuesto sobre las transacciones digitales- es un tributo con un escaso potencial recaudatorio pero con una gran capacidad de dañar muy significativamente a nuestra economía. A la postre, esta figura fiscal supondrá un sobrecoste que Google, Amazon o Facebook cargarán a nuestras empresas y que, en consecuencia, limitará sus posibilidades para digitalizarse globalmente a precios competitivos. De ahí que, sin necesidad de ningún tipo de consideración adicional, ya tendríamos suficientes motivos como para no ponerla en marcha. Además, el propio Donald Trump acaba de reafirmar sus amenazas contra Francia –y de rebote, contra España– de que impondrá elevados aranceles a modo de represalia por esta tasa. ¿Por qué deberíamos destrozar una parte de la economía y poner en riesgo la otra?
Presión fiscal, por encima de la OCDE
La presión fiscal de España superó la de la media de la OCDE por primera vez desde el inicio de la crisis. En concreto, en el año 2018, el peso de nuestros impuestos dentro del PIB –dejando de lado otros ingresos no tributarios que posee el Estado– ascendió al 34,4%, frente al 34,3% del club de los países más ricos del planeta. Se trata, pues, de una nueva muestra de que cada vez nos estamos volviendo menos competitivos y atractivos frente a los países de nuestro entorno. Si estos, como promedio, poseen una fiscalidad más baja que la nuestra, la inversión empresarial y el personal cualificado tenderán a emigrar hacia ellos. Si aspiramos a incrementar sostenidamente nuestra renta per cápita –y, por tanto, el bienestar de los españoles–, debemos mantener unos impuestos suficientemente reducidos.
¿Suben los beneficios empresariales un 44%?
De acuerdo con el último informe del Banco de España, los beneficios empresariales aumentaron un 43,8% en el año 2018 con respecto al ejercicio anterior; mientras tanto, los salarios medios tan sólo mejoraron un 1,3%. Semejantes datos han llevado a algunos analistas a titular con que las empresas españolas se están forrando a costa del estancamiento en los sueldos de sus trabajadores. Pero no: lo cierto es que el tan llamativo dato sobre la evolución de los beneficios empresariales se
debe al aumento de las llamadas ganancias extraordinarias, esto es, aquellas con un carácter no recurrente. Si las eliminamos de la imagen,
los beneficios únicamente crecieron un 5,4% en 2018. Es más, desde 2007, éstos se han reducido en un 25%, mientras que el gasto en personal ha crecido un 20%.
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