Opinión

Una condena para el campo

El campo español tiene dos grandes problemas. El primero es que, muy probablemente, sobran trabajadores. En la actualidad, el 4% de toda la población ocupada está empleada en el sector primario, mientras que en otros países desarrollados el porcentaje es mucho más bajo (en EE UU, por ejemplo, se ubica en el 1,5%). Es complicado que ese exceso de trabajadores se mantenga ocupado a medio plazo porque si el campo adopta medidas para incrementar su productividad (para así mantener su competitividad), serán necesarios menos trabajadores para producir lo mismo (eso significa productividad: más con menos). Si, en cambio, no incrementa su productividad, el campo perderá competitividad y acabará desapareciendo ( y apenas empleará a nadie). El segundo problema es que la UE hiperregula la actividad agrícola por razones ecológicas y de bienestar animal. Por buenos o malos motivos, los políticos comunitarios han decidido imponer que nuestro sector primario produzca en unas condiciones de sostenibilidad medioambiental que, sin embargo, resultan muy costosas. En cambio, esas mismas regulaciones no existen en otras partes de donde importamos mercancías, lo que obliga a nuestros productores a que compitan con una mano atada a la espalda. Entiéndaseme correctamente: no estoy abogando por impedir que los consumidores adquieran tales importaciones (como erróneamente reclaman muchos agricultores), pues las mismas cumplen con todos los estándares sanitarios una vez alcanzan nuestro país, pero sí estoy constatando que, mientras las regulaciones fitosanitarias europeas continúen en vigor, nuestro campo se enfrentará a una fuerte desventaja competitiva debida a la intervención estatal. Es verdad que, en este complicado contexto, el Gobierno nacional no tiene demasiado margen de actuación, pero sí hay dos medidas que podría adoptar. La primera es bajarle impuestos al campo (si es que desea combatir la despoblación rural); la segunda es no complicarles más la vida a los agricultores encareciendo sus costes por el lado regulatorio (por ejemplo, no subir el salario mínimo). Pero hete aquí que el Gobierno PSOE-Podemos no está siguiendo ninguna de estas líneas de actuación sino que, al contrario, ha preferido entrar de lleno en la regulación de los precios de la cadena de valor agraria. Tras su aprobación, los supermercados verán limitada su capacidad para efectuar promociones con productos del campo (siempre que ello pueda minusvalorar la percepción el público sobre esos productos) y los intermediarios deberán abonar un precio a los agricultores que remunere íntegramente sus costes. Las consecuencias de esta doble receta serán que, por un lado, la cesta de la compra de los consumidores se encarecerá (la subida de costes se le terminará repercutiendo al agricultor); por otro, que el campo irá perdiendo inevitablemente competitividad (¿qué incentivo pueden tener a reducir costes cuando por ley estos han de ser siempre cubiertos por sus clientes?). En ambos casos, la demanda del agro español irá marchitándose e irá viéndose reemplazada por la oferta exterior. La protección socialcomunista será su condena.