Opinión

El legado del Trienio Liberal

España sigue siendo un país singular. Un hecho sobresaliente de nuestra historia contemporánea, como fue la recuperación de la Constitución de 1812 tras el Pronunciamiento del teniente coronel Rafael del Riego el 1º de enero de 1820, persiste en el común desconocimiento. La etapa que se abrió fue única. Pero, incomprensiblemente, al día de hoy permanece oculta. Más que escondida, ignorada.

El Trienio Liberal supuso para España la oportunidad de transitar por un tiempo de transformaciones con la garantía de un plan institucional innovador, la monarquía parlamentaria. La quiebra política y económica del Antiguo Régimen, indisimulable tras los sucesos de Bayona, el desprestigio acumulado por unas élites desnortadas y el hundimiento financiero de un estado quebrado, dejaron al país sin mapas en la oscuridad y a las puertas de la guerra de la Independencia. La Constitución de 1812 fue el resultado de un complejo proceso de decantación que debía armonizar la Carta Magna con la tradición española, de lo que se encargaría Francisco Martínez Marina, y hacer compatible un programa liberal con los viejos estamentos. Cádiz facilitó la tarea. Fue el laboratorio propicio en el que incubar un proyecto de nueva planta que señalaba a la Nación como sujeto colectivo y establecía como líneas maestras el sufragio universal masculino indirecto, la libertad de imprenta, y el derecho de propiedad. La Constitución Política de la Monarquía Española marcó una época en la que, parafraseando a Diego Muñoz-Torrero, se avanzó por caminos ignotos, desde la división de poderes a la consagración de derechos civiles y políticos. Este armazón, que implicaba el alumbramiento de la política moderna, chocó frontalmente con Fernando VII que acabó decretando el 4 de mayo de 1814 el restablecimiento de la monarquía absoluta. Pero, como señaló Alberto Gil Novales, ningún problema se resolvió con el célebre decreto. La errática administración y el desgobierno económico atenazaron las ruinas de un mundo caduco, alentando estériles pronunciamientos liberales.

Todo cambió en 1820. Benito Pérez Galdós, en uno de sus imprescindibles Episodios nacionales, el titulado La segunda casaca, nos relató cómo «el día de Reyes una noticia circuló por Madrid con la celeridad del rayo», regimientos del Ejército Expedicionario se habían sublevado en Las Cabezas de San Juan proclamando la Constitución gaditana. Sin embargo, los acontecimientos no se precipitaron y las semanas transcurrieron lentas, dando la sensación de que la Revolución «se había enredado en sus propios lazos». La ausencia de noticias a tiempo real, mantuvo en una extraña nebulosa la menguante campaña revolucionaria en Andalucía. Y entonces llegaron los ecos liberales de marzo en La Coruña, Oviedo, Murcia, Zaragoza y Barcelona. Las jornadas siguientes fueron un tiempo inútil de especulación en la Corte. Y así fue como amaneció el día 9 con un Madrid expectante. La estampa galdosiana describió como: «El amo de la casa, sintiendo desde su gabinete el resoplido del animal que tan descortésmente quería penetrar hasta él, se sentaba y se levantaba, reía y bufaba (…) Hubiera deseado que su mirada fuese un rayo que (…) cayese sobre la bestia y la aniquilara (…) Poco después, Madrid entero sabía que Fernando VII había jurado la Constitución».

El Trienio arrancó más liberal que revolucionario, embridado por una Junta Provisional Gubernativa y sediento de un trabajo legislativo que hiciese viable la utopía constitucional. La libertad política sacó de la clandestinidad a las sociedades secretas, convirtiéndolas en formas embrionarias de partidos políticos. Y la convocatoria y celebración de elecciones desde el nivel municipal hasta la composición de las Cortes, abrieron una amplia etapa de participación democrática. La placenta del régimen liberal dio lugar a una extraordinaria actividad legalista que, si bien supuso aire fresco en el herrumbroso edificio del Antiguo Régimen, adoleció de cierto alejamiento de la realidad y debilidad inherente cuando el incumplimiento se hizo norma y la cuestión agraria quedó orillada. Y algo parecido ocurrió desde el punto de vista económico. Los gobiernos, que fijaron el objetivo central de la política económica en el crecimiento, tampoco fueron capaces de encontrar una salida al estancamiento. Las reformas fiscales, comerciales y monetarias encaminadas a lograr el equilibrio presupuestario y exterior que permitiese a la economía nacional disponer de una renovada base saneada, igualmente acabaron embarrancando.

Sin embargo, por breve que fuese y a pesar de las contradicciones que anidasen en su seno, el alcance del Trienio Liberal no cabe relativizarlo. A su caída, tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, le siguió una dura represión que tuvo en el proceso, condena y ejecución de Riego, según Tuero Bertrand, un hito cruel y ejemplarizante. Pero su aliento atravesó todo un siglo hasta alcanzar de lleno las ideas que agitaron el Sexenio Democrático. Fue una de las principales oscilaciones pendulares que nuestro país, en una historia pasada y no tan lejana, ha experimentado entre la conquista de la libertad y la persistencia de la dominación en sus múltiples fórmulas. Un Bicentenario que merece la pena recordar.