Opinión

El final de la alarma

Desde el 14 de marzo hemos conllevado en España un estado de alarma determinado por el Real Decreto de 14 de marzo, y no podemos olvidar el título de esta norma que resume el objetivo, «para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19», y por ello, todas las medidas que se han ido adoptando deberían haber estado inspiradas por este fin, y no por ningún otro. En la legislación llamémosle de excepción se comienza a detectar un cierto abuso legislativo del gobierno de la nación, amén de en algunos casos partidista, y en otros sencillamente extravagante. Así hemos visto cómo se aprovechaba un decreto ley de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del Covid-19, para reformar la ley reguladora del Centro Nacional de Inteligencia, con el único objetivo de que Pablo Iglesias y el todopoderoso jefe de gabinete del presidente del Gobierno puedan formar parte de la comisión que controla la actividad del centro. El art. 4 de la ley orgánica que regula los estados excepcionales justifica la declaración del estado de alarma para ejercer el uso de las facultades que otorga el artículo ciento dieciséis de la Constitución cuando se produzca alguna alteración grave de la normalidad que la propia ley explicita, siendo una de ellas las crisis sanitarias, tales como epidemias.

La medidas que se pueden adoptar son las previstas en el art. 11 de la ley, y de estas, la que realmente justifica la declaración del estado de alarma es la del confinamiento de la población, puesto que el resto de las acciones las pueden desarrollar las Comunidades Autónomas con absoluta normalidad dentro de lo excepcional de la situación, y no justifican el mantenimiento del estado de alarma, mas allá de que el Gobierno consensúe con las Comunidades Autónomas el calendario de eso que se denomina desescalado, pero que en modo alguno puede seguir justificando más limitaciones de derechos individuales que las inevitables por verse afectados por este calendario. En definitiva, el estado de alarma no puede durar más de lo que sea necesario para mantener a la población confinada, puesto que lo demás que debe sobrevenir no puede amparar el mantenimiento de semejante previsión constitucional extraordinaria, y la actividad política debe volver a la más estricta normalidad.