Coronavirus

Los buenos propósitos

Dicen que un día volveremos a la vida civil, a la normalidad, pero a nadie nos cabe la menor duda de que habremos cambiado y nuestras prioridades serán otras, también nuestra escala de valores

Realmente muchos nos hallamos en situación de buenos propósitos, buenos proyectos, para cuando acabe el confinamiento y volvamos a incorporarnos a la vida corriente, a la vida vulgar y común de cada día, aunque más vulgar y repetitiva que la que estamos llevando difícilmente la superaremos cuando podamos salir a trabajar a la calle, quienes hacemos trabajos de calle, porque fuera de casa siempre ocurren cosas diferentes. Por lo menos ves caras distintas y la vida es menos repetitiva, si bien a veces el devenir depara sorpresas. A mí me ocurría en una fase de mi vida a la que a mí me divierte llamar “mi anterior encarnación”. Vivía yo en el campo, sin nada a mi alrededor más que naturaleza bucólica o cazadores furtivos, cuando de repente, un día aparece por casa Vittorio Gassman, si bien la visita estaba anunciada debidamente. Aquel genovés seductor, aquel convidado inesperado, permaneció en mi casa durante casi ocho horas a lo largo de las cuales expuso su proyecto en el que pretendía que mi marido entonces participara activamente. Todo quedó en agua de borrajas, y volvimos a vernos en el año 1997, en Oviedo, cuando recibió el Príncipe de Asturias de las Artes. Cenamos maravillosamente bien en Trascorrales en presencia del exquisito e inolvidable Plácido Arango. Fue la última vez que disfrutamos de Gassman ya que poco tiempo después fallecía dejando un hueco importante e imposible de llenar entre los grandes del cine italiano.

Hoy no aparece nadie por la puerta porque no hay circulación de gente. Dicen que un día volveremos a la vida civil, a la normalidad, pero a nadie nos cabe la menor duda de que habremos cambiado, de que habremos reflexionado durante el encierro y nuestras prioridades serán otras, también nuestra escala de valores. El otro día un amigo me decía por teléfono que nunca tuvo más ganas ni tuvo en más alta estima el hecho de ir a tomar unas cañas y unas tapas, y así lo siento yo también. Creo que se nos va a amontonar el trabajo y vamos a tener el ansia de no perdernos nada porque en esta vida no debemos pasar por alto ni el más nimio acontecimiento. Como primera medida prometo perder el miedo a la cirugía de la vista y meterme cuanto antes a resolver este problema que viene desde mis tiernos siete añitos. Alguien me dijo que lo tremendo es que te ves todas las arrugas, pero anoche descubrí mirándome a un espejo de nueve aumentos que estoy planchada, pero no por ningún milagro de la naturaleza, ni por algún tipo de pinchazo químico que hace desaparecer el mapa de la vida que conforman los surcos que aparecen progresivamente en el rostro, sino por la ausencia de expresión desde hace ya más de un mes. Ni de risa, ni de llanto, ni de asombro, ni de nada. Me he quedado sin gestos, como momificada, cuando en otro tiempo, siendo adolescente, los profesores creían que hacía mofa de todo aun a pesar de la dureza del exceso de disciplina que no lograba domar los arrebatos de hilaridad de un hatajo de niñatas de buena familia, que éramos mis amigas y yo.

Francamente echo de menos un ataque de risa absurda, de los que hacen aflorar patas de gallo y todo tipo de surcos profundos en la piel. Surcos de la satisfacción y la felicidad que nos ha sido arrebatada cuando se descubrió que un bicho estaba acabando con la vida de tantos seres humanos, muchos más de los que declaran, entre los cuales se encuentran personas que han formado parte de nuestra vida, presentes en momentos fundamentales. Esos que ya no vuelven y que nos dejan inexpresivos porque, desde jovencitas, nos han enseñado a no llorar como folklóricas.