Opinión
Cada comunidad debe marcar su paso
Todas las autonomías pugnan por acelerar su desescalada. Saben que la economía se está resintiendo enormemente, que muchos empresarios se están descapitalizando y que las finanzas públicas no dejan de erosionarse. Pasar de la fase 0 a la 1 parece ahora mismo una prioridad de supervivencia productiva: no podemos permanecer más tiempo paralizados. Y si bien es cierto que la economía está derrumbándose bajo esta parálisis generalizada, nuestros gobernantes también deberían ser conscientes de los riesgos que podría suponer reabrir la actividad social demasiado pronto. En contra de lo que muchos de ellos parecen pensar, la disyuntiva entre salud y economía es menos acusada de lo que suele sugerirse: no es verdad que estamos sacrificando la economía para salvar vidas y que, si nos hubiésemos despreocupado por la salud, la economía habría continuado en funcionamiento. Despreocuparse de la pandemia y permitir que el virus campe a sus anchas hundiría tanto o más la economía que mantenerla cerrada. En esencia, por dos razones. Primero, por razones de demanda: si los ciudadanos temen que existe un alto riesgo de contagiarse en un contexto en el que, además, los hospitales se hallen saturados, ellos mismos practicarán el distanciamiento social (incluso el confinamiento domiciliario), de modo que la actividad de determinados sectores –como bares, restaurantes, hoteles, compañías aéreas, centros comerciales o grandes eventos– seguirá hundida por suelos. Segundo, por razones de oferta: si el virus infecta a muchos trabajadores y, por tanto, provoca su baja laboral, muchas industrias dejarán de poder producir y semejantes parones terminarán interrumpiendo la actividad en otras industrias. Por ambas vías (contracción de la oferta y contracción de la demanda), podríamos experimentar un hundimiento de la economía aun cuando el Estado no continuara estableciendo medidas de distanciamiento social: de ahí que levantarlas demasiado pronto también pueda ser negativo para la economía (si hubiese una reinfección generalizada, el desastre sería mucho mayor que extender ahora el confinamiento durante un par de semanas). Ahora bien, también es cierto que podría haber buenas razones para pensar que ya estamos en posición de comenzar a desescalar con rapidez la economía: si fuera cierto que, como sostienen algunos epidemiólogos, los principales canales de propagación de este virus son los llamados «supercontagiadores» (personas que, por sus características personales y profesionales, contagian a muchísimas otras personas) y esos supercontagiadores ya hubiesen generado anticuerpos, podríamos estar a efectos prácticos muy cerca de la llamada «inmunidad de grupo» (aun cuando en Madrid, por ejemplo, se estime que sólo el 11% de los ciudadanos ha generado anticuerpos: si ese 11% fueran los principales propagadores, a efectos prácticos podríamos haber bloqueado los canales de contagio). Existen, por tanto, buenos argumentos tanto para la prudencia como para la valentía, tanto para quedarse quietos como para avanzar. ¿Qué hacer en un contexto de tantísima incertidumbre? No queda otra que descentralizar la toma de decisiones: permitir que cada ciudad, o cada autonomía, marquen el ritmo de avance y se responsabilicen de sus decisiones. No tiene sentido que el Gobierno central decida por todos cuando no hay seguridad plena sobre nada.
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