Opinión
Un país en riesgo de miseria crónica
Para que a largo plazo mejore la calidad de vida de los ciudadanos, no queda otra opción que crecer económicamente: ya sea con un mayor volumen de empleo y, sobre todo, con una mayor productividad. Más gente trabajando en sectores generadores de más valor significa, en última instancia, un mayor volumen de riqueza (y de prosperidad) para todos. Por desgracia, la crisis del coronavirus en 2020 nos empobrecerá por esa doble vía. Por un lado, el desempleo se incrementará notablemente dentro de nuestro país (hasta superar el 20% de la población activa, incluso sin considerar a los afectados por los ERTE); por otro, la desaparición de sectores económicos enteros de nuestra economía (algunos de bajo valor añadido pero otros de elevado valor añadido, como parte de la industria) incidirá negativamente en los salarios. O expresado con otras palabras, más paro y menores sueldos.
Si atendemos tanto al sentido común como a la experiencia vivida a lo largo de nuestra última crisis económica, más paro y menores sueldos se traducirán en un incremento de la pobreza. Por ejemplo, entre 2008 y 2015, la tasa de riesgo de pobreza (que mide el porcentaje de la población que no alcanza el 60% de la renta mediana del país) se disparó en España desde el 27,3% al 35,7%. En el actual contexto, por desgracia, no cabe esperar una trayectoria distinta a esa.
¿Qué hacer, pues, con el incremento de la pobreza que se avecina conforme vayamos digiriendo las secuelas de esta crisis? Desde el Gobierno PSOE-Podemos pretenden convencernos de que los años venideros no serán tan duros como el período 2010-2014 porque, a diferencia de aquellos años, el Ejecutivo de progreso implantará un «escudo social» que impedirá que la gente sufra. Sin embargo, semejante compromiso se terminará mostrando ilusorio si la crisis se prolonga y si el Estado tiene que hacer frente a un volumen desproporcionado de gastos. En tal caso, no nos quedarían más opciones que disparar los impuestos (lo que generaría más pobreza) o multiplicar el endeudamiento estatal (lo que amenazaría con llevarnos a la quiebra y, por tanto, con generar más pobreza). Un escudo social mal empleado no protege a los ciudadanos de la miseria, sino que vuelve esa miseria endémica.
Tomemos como ejemplo una de las políticas más emblemáticas de ese «escudo social» del que tanto hablan desde PSOE y Podemos: el ingreso mínimo vital. En principio, se trata de una política que, bien diseñada, podría efectivamente aliviar la pobreza más acusada dentro de nuestro país sin generar enormes distorsiones sobre el funcionamiento de nuestra economía. Proporcionar una red de seguridad de última instancia que evite que las personas caigan por debajo del umbral de subsistencia y que gracias a ello puedan volver a levantarse es algo que tiene sentido para cualquier sociedad desarrollada. Pero para ello, como decimos, su diseño ha de ser el adecuado: si el ingreso mínimo vital se convierte en una forma de subsidiar la pobreza en lugar de en un instrumento para contrarrestarla, contribuirá a perpetuarla en lugar de a minorarla.
Y, de momento, los detalles que hemos ido conociendo al respecto contienen claroscuros. Por un lado, el ingreso mínimo vital sólo se entregará en importes muy reducidos a las rentas más bajas (un máximo de 462 euros por persona siempre y cuando no se tengan otras fuentes de ingresos). De ese modo, se reducen los incentivos perversos a intentar vivir de las dádivas estatales y no de sus propias rentas. Pero, por otro, parece que no se condicionará su percepción a una búsqueda activa de empleo, lo cual podría llevar a que muchos de sus receptores se acomodaran en la recepción de una paga estatal que no llevará obligaciones asociadas.
En cierto modo, la batalla por el diseño de este ingreso mínimo vital sintetiza las dos almas del Gobierno PSOE-Podemos, así como los dos enfoques con los que cabrá afrontar durante los próximos años el explosivo problema de la pobreza. El alma tecnocrática y amigable con el funcionamiento de la economía (por ejemplo, representada en este caso por el ministro José Luis Escrivá) que no busca clientelizar la pobreza, sino articular un marco institucional que conduzca a reducirla por la vía de la generación activa de riqueza y de la autosuficiencia personal. El alma populista y anticapitalista (representada claramente por Pablo Iglesias) que intenta aprovechar la coyuntura de crisis para crear un sistema de redes clientelares que consoliden bolivarianamente la dependencia del Estado de una parte muy importante de la ciudadanía. Por eso, verbigracia, Escrivá sí planteaba condicionar el ingreso mínimo vital a la búsqueda activa de empleo y al reciclaje formativo (evitando así fosilizar a los beneficiarios en la dependencia clientelar) y, en cambio, Podemos buscaba convertir esta prestación en una transferencia incondicional del Estado hacia sus nuevos clientes.
En definitiva, nuestro país se encamina hacia un repunte muy importante de las cifras de pobreza. La crisis del coronavirus ha golpeado con mucha dureza a nuestra economía y no vamos a ser capaces de levantar cabeza durante muchos años. Y, mientras tanto, las políticas que apliquemos para aliviar los efectos lesivos de ese empobrecimiento terminarán condicionando nuestro futuro. Si en lugar de apostar por un marco que potencie la generación de riqueza y que, en consecuencia, multiplique las oportunidades disponibles entre los ciudadanos, apostamos por un marco de redistribución gubernamental de la miseria, corremos el riesgo de cronificar esa miseria y de caer como sociedad en una trampa de la pobreza. A saber, las malas políticas económicas generarán pobreza y la pobreza (espoleada por discursos populistas) generará nuevas malas políticas económicas que a su vez traerán más pobreza. Esa es la tragedia que ha desolado a países enteros como Argentina (no digamos ya a países como Venezuela) y esa es la tragedia que, si no combatimos interna y externamente las peores inclinaciones de este Gobierno, podría terminar reproduciéndose en España.
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