Opinión

Los mimbres de un buen ingreso mínimo vital

El ingreso mínimo vital es una política pública que, adecuadamente diseñada, puede tener sentido dentro de una sociedad: proporcionar una red de seguridad de última instancia que evite que las personas caigan transitoriamente en el desamparo contribuye a que sean capaces de volver a levantarse y a que puedan reincorporarse productivamente a la sociedad. No es que nuestro país no contara con programas similares al nuevo ingreso mínimo vital. Sin ir demasiado lejos, las autonomías ya proporcionan transferencias sociales de última instancia
–rentas mínimas de inserción– que vendrían a jugar un papel similar al del ingreso mínimo vital. Si acaso, pues, éste debería haberse concentrado en mejorar el actual diseño autonómico y en proporcionar una cobertura mínima igual para el conjunto de los ciudadanos. Ahora bien, ¿qué características debería exhibir este nuevo programa público para que realmente mejorara a los anteriores? En esencia, debería contar con tres rasgos. En primer lugar, que se trate de un programa subsidiario al proceso de creación de riqueza: ningún Gobierno debería dormirse en los laureles de la pasividad reformista por el mero hecho de contar con un ingreso mínimo vital; el auténtico éxito de un país no es que muchas personas se vean agraciadas con esta renta, sino que nadie la cobre porque nadie la necesite. Por consiguiente, si la disponibilidad de este ingreso a partir del mes de junio le sirve al Ejecutivo de excusa para aparcar la apertura de la economía o para justificar subidas masivas de impuestos que empobrezcan al conjunto de la población –si anteponemos asistencialismo a crecimiento económico–, el ingreso mínimo vital será un error. Por eso, además, la financiación de este programa no debería efectuarse a través de subidas impositivas que sólo lastrarían nuestra capacidad de crecimiento económico y, por tanto, incrementarían en el margen la cantidad de personas necesitadas de esta ayuda, sino a través de recortes del gasto público (algo que, incluso en el contexto actual, no debería resultar demasiado complicado: de acuerdo con el ministro Escrivá, la medida sólo costará el 0,3% del PIB). En segundo lugar, el ingreso mínimo vital ha de ser condicional: es decir, su entrega ha de estar sujeta a que el beneficiario desempeñe determinados comportamientos que no sólo lo hagan merecedor de la transferencia, sino que lo responsabilicen de dejar de percibirla. A saber, el beneficiario debería participar en cursos de reciclaje que aumenten su probabilidad de ser empleado y también debería estar buscando activamente empleo. El ingreso mínimo vital no ha de eximir a las personas de sus responsabilidades para con el resto de la sociedad, esto es, evitar convertirse en dependientes de las transferencias forzosas del resto de contribuyentes. Y tercero, el ingreso mínimo vital también debería ser reembolsable: cuando una persona abandona la situación de desamparo que motivó desde un comienzo la percepción del ingreso mínimo vital –es decir, cuando ya vuelve a contar con un empleo suficientemente holgado–, debería reintegrar al resto de contribuyentes el dinero que recibió durante el período en que obtuvo las ayudas públicas. En otras palabras, el ingreso mínimo vital debería adoptar una forma más cercana a la de un crédito a tipo de interés cero que la de una transferencia unilateral y a fondo perdido. Con estos mimbres, la medida podría ser no sólo eficiente, sino también justa. Por desgracia, según lo que hemos ido conociendo hasta la fecha, el ingreso mínimo vital que preparan PSOE y Podemos supondrá el punto final a cualquier liberalización futura, se pagará con subidas de impuestos, tendrá una condicionalidad muy laxa y no será reembolsable. Cada vez más cerca de las puras redes clientelares.