Opinión
La Universidad tras los tiempos del Covid
El «estar juntos» es fundamental para la enseñanza superior: ese trato que forma la comunidad de estudiantes y profesores que se produce en torno al saber y lo transmite. La única mención que hace Platón del sabio Pitágoras («República» 600a-b) contrapone la poesía tradicional de Homero con las enseñanzas de aquel gran maestro de sabiduría, que no solo transmitió su ciencia sino que fundó un modo de vida en comunidad, llamado «pitagórico». La palabra que usa Platón es «synousia», literalmente «el estar juntos»: comunidad, encuentro o trato frecuente entre maestros y alumnos serán claves desde la escuela pitagórica en adelante. Célebre es también el comienzo de la «Metafísica» de Aristóteles –«todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber»– o su dicho en la «Poética» de que el hombre conoce por imitación. Es obvia la importancia que ambos maestros clásicos, Platón y Aristóteles, fundadores de toda experiencia universitaria para el mundo medieval, cristiano, árabe o judío, concedieron a la comunidad académica. Tal es el germen de las universidades posteriores, basadas en esa «Universitas studiorum», un saber global y comunitario que medraba en torno a la reunión y al trato diario de alumnos y maestros que ha sobrevivido a pestes y guerras. Es una idea que ha de inspirar aún nuestra ciencia y universidad modernas como comunidad de saberes y de intercambio humanista, más allá de lo académico, donde el aprendizaje directo por el trato presencial con las personas es una característica irrenunciable.
La Universidad de la que salimos el pasado 13 de marzo era un lugar de encuentro y de diálogo, una comunidad en la que, dentro de las limitaciones existentes, alumnos, profesores e investigadores compartíamos algo más que un proceso formativo y la adquisición de habilidades y conocimientos asociados a una disciplina. En estos tiempos, en los que ha sido necesario por razones sanitarias suspender las clases y el trabajo constante de los grupos de investigación y sustituirlos por encuentros virtuales a través de diversas plataformas en la red, han surgido con fuerza diversas voces defensoras de lo virtual y lo no-presencial. Sin menoscabo de la enorme utilidad de la virtualización de ciertos contenidos de la enseñanza, no podemos renunciar a la idea de comunidad en vivo y hay que luchar por regresar a ella cuando antes, de forma ya urgente. Algunas de estas voces incluso se han crecido, apuntando con el dedo a la enseñanza presencial, supuestamente vieja y obsoleta. Pero hay que reivindicar lo obvio: que no hay universidad sin comunidad social de estudiantes y profesores. El viejo maestro en el aula, con la tiza (real o virtual), escribiendo fórmulas matemáticas, resolviendo problemas de física, traduciendo de una lengua antigua o interpretando los datos del proceso histórico o económico, es el puntal de toda experiencia universitaria e investigadora desde la Academia Platónica y el Liceo Aristotélico hasta nuestros días. Y así debe seguir siendo.
La enseñanza superior es, en lo crucial, presencial –huelga decir que en etapas anteriores con más razón–, sin perjuicio de las muy meritorias experiencias no presenciales, como la UNED o la UOC, valiosas especialmente por su función social para aquellos que por diversas razones no pudieron o pueden acercarse a las aulas. Pero lo virtual nunca podrá sustituir el valor formativo de la palabra viva, la discusión académica y la investigación presencial. Profesores y alumnos han hecho un enorme esfuerzo para salvar un curso en condiciones de excepción y desean volver ya al encuentro e intercambio de ideas en las aulas: que lo virtual sea lo complementario, no la norma. La universidad presencial no es una comunidad virtual materializada en rostros pixelados por plataformas corporativas donde se trasmiten teorías abstractas y habilidades tecnológicas. Estas ya las aplicamos cada día, en su caso, a nuestra investigación y docencia a través del uso y creación de bases de datos, análisis de «big data» o herramientas de reconstrucción virtual de patrimonio. Pero la presencia se impone para una diversidad de saberes, desde la medicina a la arqueología o la ingeniería, donde lo material y corpóreo es una necesidad.
La universidad presencial no es un conjunto de personas anónimas o con «nicknames» en una pantalla de ordenador sino una comunidad corpórea –una corporación– formada por identidades individuales con nombre y apellidos. Una comunidad de saber marcada por el trato y el encuentro entre maestros y alumnos. Es hora de repensar qué somos, de dónde venimos y qué ofrecemos a la sociedad: máxime en un momento de crisis en el que se nos lanza inoportunamente, a modo de globo sonda, un proyecto de Real Decreto sobre enseñanzas universitarias para adaptar el panorama español aún más al espacio europeo de educación superior –movilidad de estudiantes y nuevos grados–, pero en el que la virtualización obsesiva de la enseñanza se nos antoja un mal sueño del que debemos despertar al salir de la caverna de esta crisis sanitaria.
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