Opinión

Epidemia y control social

Gobernantes de muy diversas épocas han sometido a estrecha vigilancia al ciudadano mediante estrategias de dominio que comienzan por recopilar información acerca de sus movimientos y estado. Luego se intenta disciplinar su comportamiento y, por último, se sancionan las contravenciones. Información exhaustiva, control vigilante y castigo ejemplar suelen ser tres componentes básicos de este sueño del poder. Hoy día, las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías han superado los sueños de cualquier tirano de la Antigüedad o el Medievo. Las técnicas actuales de control por el móvil, al hilo de la pandemia, recuerdan que los inicios de la obsesión moderna por el control social se relacionan con el estado de excepción provocado por la enfermedad:

«He aquí, según un reglamento de fines del siglo XVIII, las medidas que había que adoptar cuando se declaraba la peste en una ciudad. En primer lugar, una estricta división espacial: cierre, naturalmente, de la ciudad y del ‘terruño’, prohibición de salir de la zona bajo pena de la vida […] división de la ciudad en secciones distintas en las que se establece el poder de un intendente. Cada calle queda bajo la autoridad de un síndico, que la vigila; si la abandonara, sería castigado con la muerte. El día designado, se ordena a cada cual que se encierre en su casa, con la prohibición de salir de ella so pena de la vida. […] Cuando es preciso en absoluto salir de las casas, se hace por turno, y evitando todo encuentro. No circulan por las calles más que los intendentes, los síndicos, los soldados».

¿Nos suena este escenario apocalíptico? Es Michel Foucault en su libro «Vigilar y castigar» (1975) hablado de la peste de Vincennes. Lo definitorio de la Edad Moderna es que, a diferencia de las epidemias anteriores, los confinados no son los enfermos sino el resto de la población. Luego el poder aprovecha para ejercer una vigilancia y dominio absolutos. Precisamente la inspección continua del individuo está hoy en tela de juicio, cuando las autoridades sanitarias plantean el control físico, geográfico y clínico a través del móvil. Todo en aras de la salud pública, pero dando un salto exponencial en la obsesión moderna por la vigilancia y el disciplinamiento. ¿Dará el paso al control de las comunicaciones, la información o el pensamiento crítico?

Uno de los pensadores clave de cuando comienza la obsesión controladora de los nuevos estados fue el inglés Jeremy Bentham, que revolucionó con su «utilitarismo» la filosofía política y jurídica. Suya es una idea, cuya puesta en práctica fracasó, pero que ilustra el origen del moderno control social: el Panóptico, un modelo de prisión donde los vigilantes no pueden ser vistos pero los presos viven con el terror de ser permanentemente vigilados mientras cumplen con los trabajos que se les han encomendado. Su iluminación y construcción en círculos concéntricos, con una torre central de vigilancia, permitía que bastase situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un condenado, un confinado o un enfermo para tenerlo totalmente controlado. El sueño del filósofo–pero también el de cualquier gobernante absoluto anterior– hubiera sido el «smartphone».

Es claro que se puede buscar precedentes de estas ideas de control social en la antigüedad. Desde la antigüedad existió el control social, pero nada tan elaborado como los proyectos de algunos utopistas griegos: ora usando el urbanismo, ora la legislación, se esbozaron ciudades bajo vigilancia. Esto se ve, sobre todo, en los proyectos políticos de Platón, a veces considerados directamente totalitarios, como quiso Karl Popper. El plan arquitectónico de sus ciudades parece a veces un Panóptico circular, como la Atlántida (Crit. 113c-d), y otras refleja un control apabullante de la población, como en las «Leyes»: los guardianes vigilan a todos los ciudadanos (959d-e) y un consejo nocturno y secreto toma medidas implacables (961b). Seguramente Bentham debe mucho al mundo griego: el propio nombre de Panóptico remite al legendario gigante Argos «Panoptes» («que todo lo ve»); y poco hay más panóptico que el Olimpo desde el que los dioses griegos vigilan a la humanidad.

La inspección cuasi-divina del estado ha de funcionar sin parar y retroalimentarse con el miedo del ciudadano. Pero si el siglo XVIII era necesario enviar a inspectores, hoy bastaría con una app policial o sanitaria en el teléfono móvil. Pero hoy como ayer se cuenta con la delación de ciudadanos aterrados que traicionen al vecino que no cumpla la normativa. Concluye Foucault: «La peste (al menos la que se mantiene en estado de previsión), es la prueba en el curso de la cual se puede definir idealmente el ejercicio del poder disciplinario. Para hacer funcionar de acuerdo con la teoría pura los derechos y las leyes, los juristas se imaginaban en el estado de naturaleza; para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de peste.»