Opinión
El cadáver de la nación
De la mano de Cicerón se puede explorar una senda de gran interés para la metáfora biopolítica que es la autopsia del cadáver de la nación. En la historia de las ideas políticas hay veces en las que hay un testigo de excepción capaz de dar fe de la muerte del cuerpo político y de sus causas con precisión de forense. Es lo que ocurre con el testimonio de Cicerón, en los cientos de cartas que se conservan, de los años finales de la República romana. Es este el final de un estado que resurgirá de las cenizas de las guerras civiles con otra forma de poder, unipersonal pero camuflado en las ficciones republicanas, que habrá de prolongar su existencia muchos siglos. Pero esa época final de la República, los 100 años escasos que transcurren desde el conflicto social de los Graco en torno al «ager publicus» y la guerra civil que enfrentará a Octaviano, el futuro Augusto, con Marco Antonio, ha sido una de las más estudiadas y que mayor fascinación ha provocado no solo entre los expertos en la historia de la antigüedad sino también entre los grandes creadores. Pensemos en la muchas obras que se le han dedicado en la historia de la alta cultura y la cultura popular, desde el «Julio César» de Shakespeare a «Los idus de marzo» de Thornton Wilder o la serie Roma de HBO.
Habitualmente se parte del lugar común de una supuesta decadencia del sistema político republicano, pero autores como J. Osgood (Rome and the Making of a World State, Cambridge) han mostrado el interés de estudiar de forma diferenciada el periodo comprendido entre 150 a.C. y 20 d.C. no solo como el invierno de un sistema, en términos spenglerianos, sino como una primavera de una pujante y revolucionaria nueva etapa: al menos en lo económico, cultural y militar. Pero la política iba por otros derroteros y la visión del declive del sistema, dominante en la historiografía, viene de antiguo. Cicerón habla de la muerte inducida de la República, orquestada por las ambiciones de ciertos políticos, con la metáfora del animal sacrificial y el harúspice que, como en una autopsia, interpreta sus entrañas para ver la causa de la muerte (M. Schneider, Cicero «Haruspex». Political Prognostication and the Viscera of a Deceased Body Politic. Gorgias Press 2013). Cicerón es testigo de excepción de esta época y mediante diversos indicios, como los miembros rotos del cuerpo político –circumspice omnia membra rei publicae (Fam. 5.13.3)– puede certificar «la muerte de la república» (Fam. 6.21.3). El cadáver se suele incinerar tras el crimen nefasto de acabar con la República, por lo que en Cicerón se ve frecuentemente, como metáfora para el fin de ciclo, la imagen de las cenizas quemadas del cuerpo político de la ciudad: cinere urbis (Cat. 2.19.15), cinere deflagrati imperi (Cat. 4.12.20), cinis patriae (Sull. 19.6). ¿Surgirá de las cenizas un nuevo ser político?
El imaginario del ciclo de vida y muerte de los estados, tras el precursor tratamiento platónico y polibiano, encuentra en Cicerón al estudioso de los signos de la muerte, como ha visto también Brian Walters en The Deaths of the Republic. Imagery of the Body Politic in Ciceronian Rome (Oxford): su uso de las metáforas en torno a la disolución del cuerpo político –un crimen semejante a un parricidio– es a veces brutal y habla de signos violentos, heridas, fuego y mutilación. Todo para concluir que la República no está muriendo de forma natural: y puede que el destino más coherente para el miembro del cuerpo sea perecer con el estado, al modo heroico. Muchas veces es la muerte del héroe tutelar de la comunidad –pensemos en Héctor, en el caso de Troya– la que marca el fin de la nación. En el caso de Cicerón, solo hay que pensar que, casi como un héroe tutelar de la República, murió simbólicamente con ella cuando en el año 43 a.C., dos sicarios de Marco Antonio lo asesinaron cuando viajaba en su litera. Veamos, en fin, como cuenta el episodio Plutarco: «Entonces llegaron los verdugos, el centurión Herenio y el tribuno militar Popilio, a quien en cierta ocasión Cicerón había defendido en un proceso de parricidio […]. Cicerón, al darse cuenta de que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, ordenó a sus esclavos que detuvieran allí mismo la litera. Entonces, llevándose, como era su costumbre, la mano izquierda a su mentón, miró fijamente a sus verdugos, sucio del polvo, con el cabello desgreñado y el rostro desencajado por la angustia, de modo que la mayoría se cubrió el rostro en el momento en que Herenio lo degollaba; y lo hizo después de alargar el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía 64 años. Por orden de Antonio le cortaron la cabeza y las manos con las que había escrito las Filípicas».
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