Opinión

Higiene

Pedro I de Castilla, tataranieto de Alfonso X el Sabio, reinó desde 1350 hasta que falleció, casi veinte años después. En su época, que hoy se nos antoja muy remota, las costumbres higiénicas dejaban que desear. Verbigracia, la galantería exigía la práctica de un ritual tan extravagante e imaginativo como asqueroso: los caballeros bebían el agua donde se bañaban las damas, pretendiendo así que su furor erótico fuese mayor que si escanciaban el líquido elemento directamente de una triste jarra limpia. Parece que el agua procedente del baño de doña María de Padilla —la enamorada del rey— se distribuía generosamente entre los cortesanos, que abrevaban tan contentos, junto con el monarca, las espumillas procedentes del «toilettage» de la señora. En el ánimo —suponemos— de que serían, si no afrodisíacas, por lo menos digestivas.
Los hábitos higiénicos han ido cambiando con los siglos. El ser humano ha pasado de curar dolencias desangrando al enfermo, o haciéndole beber su propia orina, a los antibióticos y el descubrimiento de los virus, esos entes tan feroces y diminutos que hoy nos llevan por el camino de la amargura. Pero lo cierto es que siempre ha habido gente precavida, y no todo el mundo se lanza a meterse por la boca cualquier cosa que pilla, le ofrecen u ordenan. Hay quien no se ha enganchado a la grifa o el cannabis solo por la repugnancia hacia ese empeño que tienen quienes fuman canutos de pasarse un cigarro lleno de babas de una boca a otra. Y rulando…
El puro instinto impide a muchos correr riesgos. O bien les sucede como a aquel caballero del rey don Pedro —llamado el Cruel, pero también el Justiciero—, que se negaba en redondo a sorber los detritos procedentes de la tina de abluciones de la noble doña María de Padilla. «Prueba este agua, que es fresca y buena», le ordenó su rey. «Con su permiso, no me da la gana, señor», contestó el caballero. «¿Y por qué es eso?» , quiso saber don Pedro. Y el otro respondió (en plan machista medieval, por cierto) tratando tanto de complacer al jefe como de zafarse de su nauseabundo mandato: «Porque si no la pruebo, mi señor, evitaré la tentación. Pues temo que, si encuentro agradable la salsa, luego se me antoje la perdiz…».