Opinión

Un hundimiento sin paragón

España ha experimentado la mayor caída del PIB desde su Guerra Civil. Sucedió en el segundo trimestre del año, cuando se decretó el estado de alarma para contener la propagación de la pandemia. En términos intertrimestrales, nuestra actividad se contrajo un 18,5%; en términos internuales, un 22,1%. En ambos casos, mucho más que otras economías de nuestro entorno: Francia se empobreció un 13,8%, Italia un 12,4%, Alemania un 10,1% y EE UU, un 9,5%. ¿Por qué razón nuestro país se hundió más que el resto?
Parte de la explicación reside indudablemente en el peso que tiene el turismo dentro de nuestra estructura económica. No en vano, este sector fue el que más sufrió durante las semanas de confinamiento. De acuerdo con el INE, el valor añadido bruto del epígrafe de «comercio, transporte y hostelería» se redujo un 40,4%, el peor de toda nuestra economía. Pero sería un error pensar que toda la responsabilidad es imputable al turismo. Otros sectores, como las actividades recreativas, las actividades profesionales, la construcción o la industria manufacturera también sufrieron caídas muy notables (del 33,9%, 28,2%, 24,1% y 21,4% respectivamente). Pero si el turismo no es la única causa, ¿entonces cuál es? Claramente, la pésima gestión que se hizo de la pandemia antes del estado de alama.
No es casualidad que España encabece el ranking de exceso de mortalidad y el de hundimiento económico. La pandemia penetró con mucha más intensidad en nuestro país que en nuestro entorno y, por ello, también hubo mayor disrupción de la actividad económica. En contra de lo que hemos escuchado habitualmente –que existe una disyuntiva entre salvar vidas y salvar la economía–, lo cierto es que si no somos capaces de salvar vidas, tampoco logramos salvar la economía. No se trata sólo, tal como suele pensarse, de que una pandemia más desbocada requiera de un confinamiento más agresivo y, por tanto, de un mayor parón de la economía. También se trata de que a mayor riesgo de contagio, menores interacciones sociales desean mantener los ciudadanos
–incluso fuera del estado de alarma– y más cautos son a la hora de gastar su dinero. Por eso, lo que haya sucedido muy probablemente es que, durante la primera mitad del trimestre, nuestra caída fue más intensa y que, a su vez, durante la segunda mitad nuestra recuperación también haya sido menos vigorosa –por ejemplo, la asistencia a bares, restaurantes y otras formas de ocio se recuperó un 79% en España desde mínimos, frente al 92% en Francia e Italia–. Y ése es justamente el riesgo al que nos enfrentamos ahora mismo. Hasta cierto punto, que la economía colapsara en el segundo trimestre de 2020 era algo inevitable –no lo era que colapsara tanto, pero después de la pésima gestión gubernamental, ya no había nada que hacer al respecto–, pero las esperanzas están desde luego puestas en que a partir de ahora experimentemos una acelerada reactivación. El propio presidente del Gobierno trató de restarle importancia a la histórica caída del PIB señalando que la reactivación ya había comenzado. Pero el problema es que esa reactivación, a tenor de los múltiples rebrotes que estamos experimentando, será menos intensa de lo que originalmente esperábamos. Y si llegáramos a cerrar nuevamente la economía porque los rebrotes se volvieran totalmente incontrolables, las consecuencias serían funestas: la estimación en ese caso es que ni siquiera en 2025 recuperemos los niveles de PIB previos a la crisis. Ahora mismo nos estamos jugando nuestro futuro después de haberlo dilapidado ya en febrero.

Destrucción histórica de empleo

Esta semana no sólo hemos conocido los pésimos datos de PIB del segundo trimestre, sino también la Encuesta de Población Activa que ha arrojado, al igual que ha sucedido con el PIB, los peores resultados de la historia. La destrucción de puestos de trabajo ha superado el millón –sin contar a los ciudadanos afectados por un ERTE– y, lo que es más relevante, la caída de horas trabajadas durante esos tres meses ha sido del 26%. No debe sorprendernos, por consiguiente, que el PIB se haya desplomado un 18,5%: si hemos trabajado mucho menos, también habremos producido mucho menos. La cuestión, al igual que con el PIB, es empezar a relanzar la creación de empleo lo antes posible, pero para ello deberíamos flexibilizar el mercado laboral.

Obra pública es obra política

La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal ha publicado un nuevo Spending Review en el que ha analizado la obra pública en infraestructuras durante los últimos 35 años en España. Y las conclusiones son deprimentes: nuestro país ha gastado unos 350.000 millones sin ningún tipo de estudio sobre la necesidad y viabilidad de tales infraestructuras. O dicho de otra manera, nuestros políticos han invertido el dinero de los contribuyentes en función de sus intereses personales y sin atender al bienestar que podrían contribuir a crear. Semejantes antecedentes deberían hacernos reflexionar sobre el muy serio riesgo de despilfarro de los 140.000 millones de euros que van a venir desde Bruselas. Si no disponemos de mecanismos eficaces para controlar el gasto, éste seguirá siendo instrumentalizado por nuestros gobernantes en su privativo beneficio.

Falta de ahorro juvenil

El principal problema de muchos jóvenes para acceder a una vivienda no son sólo los altos precios de los inmuebles –consecuencia de la restricción política de la oferta de suelo– o la precariedad de muchos empleos –consecuencia de una legislación laboral horrorosa– sino la falta de ahorro con el que abonar la entrada de una hipoteca y, por consiguiente, lograr financiación –que equivale a alrededor del 30% del precio del inmueble–. Según la consultora Colliers International Spain, los jóvenes españoles necesitan más de seis años para acumular la entrada con la que adquirir una vivienda tipo de 75 metros cuadrados. La situación es bastante peor en Madrid, donde una pareja que cobre el salario mínimo interprofesional requeriría de 15,6 años. Necesitamos abaratar con urgencia los precios y aumentar la oferta de vivienda.