Juan Carlos I de España
Vivir con afán
Se colapsan mis defensas ante el desarrollo de algunos acontecimientos. No me gusta nombrar lo que me duele, ni tampoco acostumbro a nombrar a mis enemigos. Prefiero buscarles un alias o deformar su apellido, por ejemplo. En cambio, a quienes amo no me canso de repetir su nombre porque a todos nos gusta escuchar el sonido de nuestra denominación. El nombre de Juan Carlos suena a Rey de España y si te crías entre quienes en su ascendencia llevaban el sombrero verde –V.E.R.D.E. viva el Rey de España en tiempos de república-, respetas la institución y odias a quien quiere mancillarla, como es el caso de los políticos que pueblan nuestro actual y desdichado panorama. El Rey se ha ido por no soportar la ingratitud y los deseos de echar abajo un histórico que nos trajo la democracia en unos momentos en que estábamos abocados a un replay de la guerra civil, pero ahora eso no cuenta porque la chusma quiere arrasar con lo grande y con lo estético, con la riqueza, con la bonanza económica y social que disfrutábamos y vamos abocados al infortunio y la ruina con locales cerrados, y con miseria como aconteció con Grecia de la mano del comunismo y los experimentos de gobernantes que la dejaron en la bazofia y el derribo. Y nos están dejando a nosotros los españoles también con una vida llena de trágicos pelos en la sopa abocándonos a las ganas de morder la cápsula de cianuro para las situaciones críticas, como la que estamos viviendo.
Jamás he sentido empatía con quienes experimentan con fórmulas que ya se han demostrado ruinosas y hasta dramáticas. La empatía es como la lactosa; todo el mundo nace con una cantidad determinada de una encima llamada lactasa y a medida que vas consumiendo lácteos, esta encima desaparece hasta que te haces intolerante a la lactosa. La empatía es igual: tú naces con una cantidad de empatía y a medida que la vas consumiendo esa empatía en tu relación interpersonal desaparece hasta que te conviertes en un asperger. Me declaro asperger desde este mismo instante por el descontento crónico que creo que ya todos padecemos y la monotonía política, que no nos deja respirar. Hay que hacer las maletas y largarse, que ya toca, para cambiar las cabezas y ponernos en modo vacación o en modo exilio. Me gustaría adoptar esta segunda opción y a muchos que conozco también, sin olvidar que no deja de ser doloroso marcharte de donde tienes perfecto derecho a estar. Me voy a remitir a un aforismo de Max Aub, quien tras la guerra civil española se exilió en México. Desde allí nos dejó frases como esta “En España nunca hubo partidos sino jefes políticos. Estamos acostumbrado a que nos gobiernen siguiendo voluntades y no doctrinas”. Esto ocurría en el 36 y sigue ocurriendo ahora, más que nunca quizá. Y así nos va. Aquí la gente odia, se desprecia y se envidia porque, por un lado, el odio es fuerza y, por el otro, el desprecio engendra desiertos. Seguimos anquilosados desde hace siglos porque estamos hechos para crecer en la adversidad y no estamos acostumbrados a la bonanza. Así nos va. A todos nos asusta una situación de la que ni derecha ni mucho menos la ultraizquierda gobernante nos va a sacar. Por eso me apunto al resto, a no cambiar de opinión y a vivir porque el futuro es incierto y no se puede prever, si bien la esperanza estará siempre muy presente en mi equipaje.
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