Opinión

Tests y rastreadores

España ha sido uno de los peores países en la gestión tanto de la primera como de la segunda ola del coronavirus. Nuestro error en ambas situaciones ha sido el de habernos despreocupado por la propagación del virus y haber actuado de manera tardía. En la primera ola, nos desentendimos del riesgo potencial que representaba una pandemia desconocida y reaccionamos demasiado tarde: si hubiésemos empezado a tomar medidas apenas una semana antes, más del 60% de todas las muertes se habría evitado. En la segunda ola, después de un durísimo confinamiento domiciliario orientado a suprimir o al menos a mitigar la propagación del virus, ingresamos en la «nueva normalidad» sin ninguna infraestructura adecuada (salvo acaso el uso generalizado de mascarillas) para prevenir la reanudación de los contagios. Y si las interacciones sociales vuelven a ser las mismas que antes sin que el virus haya sido erradicado por entero, entonces volveremos a contagiarnos a un ritmo que por acumulación volverá a desbordar el sistema. De ahí que resulten tan relevantes los sistemas eficaces de testeo y de rastreo para poder navegar por esa nueva normalidad sin ahogarnos en ella. El testeo, especialmente si es masivo y se aplica de manera aleatoria, permite localizar precozmente a los contagiados así como identificar qué zonas geográficas están especialmente azotadas por la pandemia (y sobre las que hay que reforzar los esfuerzos de contención). El rastreo contribuye, a su vez, a localizar rápidamente a los contactos (y por tanto posibles infectados) de todos aquellos contagios confirmados, lo que de nuevo ayuda a identificar con rapidez las cadenas de transmisión para así proceder a romperlas y contener la propagación de la epidemia. Estas dos herramientas son las únicas de que disponemos ahora mismo para posibilitar que los nuevos focos que inevitablemente emergerán en medio de una alta movilidad social no degenere en nuevas olas que provoquen un colapso paralizante de la economía. Renunciar al testeo y al rastreo es renunciar a controlar la pandemia y a instalar la anormalidad cíclica en nuestras sociedades. Ojalá hayamos aprendido esta valiosa lección para prevenir la tercera ola cuando llegue… que llegará.