Opinión

Vamos a contar mentiras

Se vuelve a hablar del indigenismo como reivindicación de pueblo sometido, como si los indígenas de cualquier nación fueran un solo ser esclavizado y sufriente, como un concepto abstracto

La verdad es que cansa ya un poco la cantinela de la masacre de los pueblos indígenas. Cuando llegaron los españoles, los pueblos indígenas llevaban ya unos cuantos siglos masacrándose unos a otros con una rutina de guerras tribales y territoriales absolutamente despiadada. Los pobladores del continente americano no eran pacíficos grupos de agricultores o bandas de cazadores nómadas que recorrían praderas y montañas buscándose su sustento sin molestar a los demás. En absoluto.

De hecho, sabido es y documentado está, hubiera sido imposible que aquellos grupos de soldados, aventureros y delincuentes avanzasen como lo hicieron, sometido imperios tan poderosos –y crueles, dicho sea de paso– como los Incas o los Mexicas, sin contar con el apoyo de tribus o naciones que combatían allí por su propia liberación. España, el naciente Imperio Español de los Habsburgo –la dinastía que dominó Europa casi hasta nuestra era– actuó en aquel territorio desconocido para Occidente como cualquier imperio lo había hecho hasta esa época en cualquier lugar del mundo. Como los portugueses en el índico –también en busca de las especias– o el imperio Otomano en el oriente europeo. Roma, Grecia, lo que somos, el nacimiento y desarrollo de culturas y civilizaciones es la historia de la dominación de pueblos que impusieron a otros sus normas y sus leyes. Casi nunca pidiendo permiso, la verdad.

En estos días de celebración rebrota una suerte de victimismo infantil entre algunos sectores que alimentan su ideario de tópicos sin digerir en su apacible ignorancia. Se vuelve a hablar del indigenismo como reivindicación de pueblo sometido, como si los indígenas de cualquier nación fueran un solo ser esclavizado y sufriente, como un concepto abstracto. Si España tuviera que pedir perdón por aquello, ¿no tendría que hacerlo también Roma por la sangrienta expansión de su imperio? ¿O los turcos a todo los países desde Argelia y los Balcanes hasta Mesopotamia? ¿Y qué decir de los propios estadounidenses, que fue lograr la independencia y encerrar y masacrar a los indios con los que, por ejemplo, convivió el español Cabeza de Vaca? ¿Y los Mexicas? ¿Deberían sus descendientes pedir perdón a sus enemigos masacrados?

Tiempos difíciles estos en los que hay quienes trabajan con ahínco para reescribir la Historia según el calco de sus principios contemporáneos, o peor aún, someterla a una revisión ideológica beneficiosa para sus intereses. Pero no. Somos lo que somos, y, para bien o para mal, hijos de nuestra propia historia, como somos fruto de nuestra propia condición: inteligente y sensible, pero cruel y animal en la guerra y la conquista. Todos los países, todas las naciones tenemos nuestro pasado y es ese pasado del que brota nuestro orgullo como pueblo.

Me malicio que la voluntad de reescribir la historia que últimamente nos martillea por aquí –volver al genocidio americano, desenterrar la Guerra Civil, mientras se entierra ETA– tiene que ver con esa voluntad de dominio, en la que nadan los movimientos globales de lo políticamente correcto, del imperio de una visión cerrada e incuestionable de la propia realidad basada en elementos de género o sectores supuestamente oprimidos. Al hilo de las críticas al 12 de Octubre, ojo. Porque lo que está en juego no es sólo que se reescriba la historia sino, sobre todo, que pretenden ya escribirnos el futuro a su manera.