Coronavirus

Volver a la vida

En lo que menos se parece el Covid a la guerra es en que no habrá un último muerto

Sobre el quicio de la ventana alguien ha dejado un platillo de papel de aluminio con un huevo duro a medio comer. Qué curiosos son los caprichos en planta. Las delicatessen de hospital siempre parecen fuera de contexto: los bombones, el papelillo de jamón del bueno, unas galletas, el yogur preferido y, en general, todas los caprichos pierden su valor porque allí no gustan tanto, no importan lo mismo y no saben igual. El enfermo puede dejar pasar cien mil caviares para después satisfacerse de súbito con algo sencillo, una taza de caldo, un trozo de pan, un huevo cocido servido en un papel de plata, lo que sea que lejanamente le recuerde a casa, y que le permita constatar que la vida sigue ahí, esperándole. Y que él sigue esperando la vida. En «Lo que está mal en el mundo», Chesterton edificó un nuevo orden social supeditado al pelo sucio de una niña de un suburbio: «Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna». Nosotros construimos un nuevo orden supeditado al paciente de la fotografía, el huevo en el papel de plata y la tercera cucharada de puré. El enfermo ingresado vive atrapado en una secuencia narcótica del aroma de todas las medicinas juntas, de los perfumes del aseo diario y la infamia gastronómica de las bandejas de comida. Al fondo del pasillo acecha la muerte, el puré de verduras sin sal y la merluza de salsa nefasta; con suerte, hoy tocan albóndigas. En el hospital, lo único que distingue una hora del día de otra hora del día es el ciclo circadiano del olor, un mantra inexorable que rueda sobre días largos y noches eternas. Eso, y la ventana como esta que es fantástica, que da a la playa y al mar, que ya dejó escrito Jorge Manrique lo que era.

Al fondo, la ciudad le hace las cuentas a la esperanza, a la incidencia acumulada de las soledades y al «cuando esto pase». Barcelona se prepara para desescalar las restricciones contra el virus y para volver a la vida, que también es volver a la muerte. En lo que menos se parece el Covid a la guerra es en que no habrá un último muerto. Mi abuela había vivido tres conflictos y a menudo reflexionaba sobre los últimos muertos. La contienda se termina cuando se firma un armisticio y un alto el fuego y, de uno a otro, pasan un tiempo y unas bajas, soldados que caen mientras los ejércitos terminan de enterarse de que la guerra ha acabado. Esos muertos son los más grotescos; los muertos de la paz recién estrenada.

Ya se viene la vacuna con su promesa de gentíos. Aquí y allá, en las esquinas y en los teléfonos, la esperanza construye el mundo como era antes. Osamos concebir siquiera lejanamente las muchedumbres, el tacto que olvidamos cuando pusimos la alegría boca abajo. Quizás volvamos a estar cerca, acaso volvamos a tocarnos. Nos decimos que saldremos de esta y que pronto regresaremos a un mundo que durante meses desistimos de concebir. Pensaremos, hablaremos y temeremos otras cosas. Visitaremos otros infiernos, pero no serán estos. La enfermedad seguirá ahí con su EPI, su látex, su coreografía de silencios, de aliento sobre las mascarillas, de gafas empañadas, de soledad y de huevo duro a medio comer en el quicio de la ventana del Hospital del Mar. Entonces, el hombre acometerá la tarea más heroica de todas: olvidar.